Rusia está en el mismo sitio de siempre. Lo mismo le ocurre a China. Y a Estados Unidos. Los países no suelen moverse de su espacio histórico más que para achicarse, cuando están débiles, o agrandarse, cuando se sienten con fuerza suficiente. De ahí que la geopolítica nos suministre siempre claves mucho más firmes para entender la realidad que, por ejemplo, la ideología. En el Siglo XX los rusos se llevaron por delante a los zares y se instalaron los revolucionarios en el poder. Formaron un poderoso ejército rojo que llegó a contar con el apoyo de oficiales del viejo ejército zarista. Y tuvo ese respaldo cuando fue a enfrentarse con los polacos. Pero fue otra expansión, brutal, la de la Alemania nazi (aliada a Italia y Japón) la que provocó a Rusia una terrible sangría pero al final le dio la oportunidad, junto a la gloria de haber detenido el avance nazi, de expandirse hacia el oeste€.llegando a algunos sitios antes que los Aliados. Así, se quedaron con un tercio de Alemania y con un trozo enorme de Europa, ampliando a la propia Rusia con naciones de las que se apropiaron (los países bálticos, Ucrania, Bielorrusia, Georgia€.) y creando un ancho cinturón de aliados/satélites que le dieron la mitad del continente y, por tanto, un enorme poder mundial.
La implosión de la Unión Soviética (a finales de los 80) rompió los dos gigantescos anillos: de una parte se abrió paso a la independencia de los llamados satélites (Polonia, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, etc.) y de otra parte se aflojaron las ataduras de todas aquellas naciones forzadas a «pertenecer» a la gran madre patria rusa.
A partir de entonces estamos en esta etapa, de un cuarto de siglo ya, en la que las nuevas relaciones de poder crearon un distinto «reparto». La nueva Rusia, tan reducida en su papel imperial pero todavía un gigantesco país (en territorio, el mayor del mundo, con unos 17 millones de kilómetros cuadrados) fue probando su fuerza: reprimió brutalmente a los independentistas de Chechenia, y defendió la autonomía de pequeños enclaves dentro de Georgia (Abjiasia, Osetia…), para evitar que en este último territorio (del cual, curiosamente, era oriundo Stalin) crecieran las ínfulas autonomistas.
Estos tanteos sobre su situación regional de poder coincidieron, nada casualmente, con un «revival» nacionalista y con una etapa de amplia mejoría económica.
Simétricamente con los sondeos de su muro exterior por parte de Rusia, desde Occidente se procuraba reducir el poder de Putin y acentuar la hostilidad hacia Moscú, dominante en casi todo el Este de Europa, justamente por haber padecido durante varias décadas la dominación rusa.
En Ucrania existía un gobierno pro ruso que parecía estable pero pronto se comprobó que no lo era. Una rebelión popular, al estilo de las que venían agitando toda Europa como rechazo a la política llamada «de austericidio» (capitaneada por la Alemania de Merkel), provocó un estallido contra el gobierno ucranio. Muchos agitadores antisistema de distintos países tuvieron una reacción de solidaridad con el estallido en Ucrania pero pronto comprobaron que no eran «de los suyos» y les rechazaron imponiéndoles rápidamente la etiqueta de fascistas. Desde Rusia, la etiqueta se acogió con entusiasmo: a partir de ese momento, los rusos y los ucranios prorusos serían autoproclamados liberadores de Ucrania de la amenaza fascista.
Occidente aparecía entonces como valedora de un poderoso movimiento, de origen popular pero caracterizado como fascista.
La primera y básica jugada de Moscú, frente a la sorpresiva ofensiva que la descolocó en Ucrania, fue dar un golpe de mano cívico/militar y recuperar Crimea, el eslabón débil del nuevo poder ucranio en Kiev y el eslabón principal, militarmente hablando, para los rusos.
Occidente lanzó un órdago quitándole a Moscú una pieza estratégica básica: Ucrania. Que ahora se agite desde Occidente (¡y se analice así en las columnas de los «observadores» presuntamente serios!) que todo esto es un producto de la desmedida ambición expansionista de Putin (pretendiendo buscar una explicación psicologista en el carácter o el estilo del gran jefe), no es más que un ejercicio de hipocresía. Y resulta tragicómico que mucha gente, en las redes sociales, quiera convertir a Putin en un continuador de Lenin. Lo que no tiene nada de cómico es la lista de muertos y heridos de ambos bandos, las masacres colaterales.
Horacio se equivoca al narrar la historia como si la hicieran las personas pues no es así, Dios es el que hace esa historia de las personas y del mundo. Pensar otra cosa es sólo vanidad de vanidades.
El dinero mata. Los ricos como van a justificarsen ante las madres que a sus niños pequeños no pueden darles de comer y los ven morir.
La enfermedad es un castigo divino por nuestros pecados.
De lo que rebosa el corazón la boca habla y estas palabras enferman el cuerpo.
Los pecados y las enfermedades se transmiten de padres a hijos
Este mundo es basura o corrupción de la que germinara vida eterna o incorrupcion.
La vida es premonitoria.
Cuando lleguen las elecciones votad a quien quieras pero no hagáis propaganda de partidos porqué si lo hacéis pecais. Cristo nos dice que no seamos partidarios.