El retorno, sanos y salvos, de dos corresponsales de guerra españoles reaviva la polémica sobre nuestro amenazado oficio: solo podemos contar lo que nos dejan ver
Que dos corresponsales de guerra españoles hayan regresado sanos y salvos de su cautiverio, tras seis meses y medio de haber sido secuestrados en Siria, ha sido saludado como «el regreso del periodismo».
La conexión emocional se establece rápido: han vuelto –¡han sobrevivido!– dos de los más «temerarios» colegas…ergo, la profesión no está muerta. Que ellos hayan sobrevivido bien puede simbolizar que el propio oficio éste de «ver» y relatar la realidad ha podido sobrevivir.
Se han escrito incluso algunos artículos apostando por esa interpretación. Tal vez al periodismo, en efecto, le ocurra lo mismo que a Javier Espinosa y a Ricardo García Vilanova: que ha salvado la vida; falta saber si, como ellos, ha terminado su secuestro.
Jon Lee Anderson, reportero de guerra en The New Yorker, que es quien les ha puesto a estos compatriotas el adjetivo «temerarios», elogiando el valor que han demostrado, es quien recuerda el ataque, en el hotel Palestina de Bagdad, en el que murieron varios periodistas, entre ellos el cámara español José Couso. Asesinato que quedó impune. Habría que recordar al fotoperiodista Juantxu Rodríguez que murió también a manos de tropas norteamericanas, en Panamá. Otro crimen impune. Estas víctimas reflejan una parte del «problema» que no se ve tan claramente en Siria: cuando son las tropas del Imperio las que se cobran víctimas y logran «espantar a los testigos», los periodistas. Tal vez incluso los «yihadistas» que hieren, matan y secuestran a estos indeseables «testigos» hayan aprendido de Estados Unidos: bombas, ataques directos, secuestros, asesinatos… son herramientas de una intención «disuasoria». Los propios periodistas terminan rehuyendo estos peligros, coincidiendo así, en realidad, con las grandes multinacionales de la comunicación, que no están nada preocupadas por cubrir in situ estos choques bélicos, sean «guerras» formales, guerras civiles, conflictos entre fuerzas irregulares… o como quiera llamarse a estos tan variados cruces de balas (¿virus?) y misiles.
Antiguamente, los periodistas iban acoplados a los bandos en pugna. Como los potencias en conflicto adjudicaban a los corresponsales de guerra un compromiso patriótico, cada uno protegía a «los suyos». Pero en la guerra de Vietnam se perdió la perspectiva de un choque entre naciones: era un imperio lejano que venía a socorrer a un dictador que se identificaba ideológicamente con la «contención» del comunismo. De modo que surgieron algunos «entrometidos» que no informaban siguiendo incondicionalmente las directivas imperiales. El poder en vías de globalizarse sintió que perdía el control de la información, sobre todo cuando las versiones sobre atrocidades cometidas por los ejércitos imperiales comenzaron a darse a conocer en la propia televisión norteamericana (donde tomaron también protagonismo los muertos, a los que se quería enterrar con disimulo).
En la Guerra del Golfo se vio que Washington había aprendido la lección de Vietnam: otra vez el Imperio luchaba muy lejos, en un sitio donde no tenía ninguna excusa ideológica para estar… (¿recuerdan las «armas de destrucción masiva» que nunca se encontraron en Irak?) pero había ideado un nuevo método de protección: los periodistas debían ir «empotrados» en unidades militares norteamericanas y se les mostraría solo lo que interesaba que difundieran. Se volvía al antiguo estilo del periodista «patriota» que no debía contar lo que resultara negativo.
Poco después, como podrá comprobar cualquiera que acuda a las videotecas y hemerotecas, las atrocidades solo se veían cuando las cometían «yihadistas» o cualquier clase de árabe o musulmán. Los ataques y crímenes cometidos por el Imperio nunca serían «vistos»: han ido quedando en manos de los «drones», asesinos silenciosos, sin rostro y que no dejan rastro.
En estas condiciones se verá cuán lógico es que las bandas de irregulares y los gobiernos que se resisten al poder imperial quieran «espantar» a los testigos, puesto que el «gran poder» manda matar a otros (a los franceses en África, por ejemplo) o mata sin que nadie lo vea, sin que se puedan personalizar sus crímenes y sin desagradables huellas de sangre por ningún lado. Si los corresponsales de guerra cuentan «lo que ven», solo contarán el salvajismo de los resistentes al imperio…. ¡nunca las atrocidades, silenciosas y «limpias» que comete el propio imperio!
Si a esto se le quiere seguir llamando «periodismo», por lo menos que se sepa cuan limitada, acotada –mentirosa, en definitiva– es la «verdad» que se puede contar.