Suárez y la dignidad

25 Mar

¡Qué mal resultó el plan de utilizar la muerte de Suárez como cortina de humo! Toda la necrología tuvo que resaltar lo que hacía coincidir al expresidente con los manifestantes: la dignidad

Si dios existe tiene que estar pasando por unos siglos (minutos celestiales, supongo) realmente muy malos. Por dos razones: la primera, porque casi ninguno de los cacharros del «pack» de la omnipotencia funciona (a la vista está que nada va bien en este mundo); y la segunda porque los pocos que funcionan provocan un efecto contrario al buscado. Me lo imagino como una vieja película de Laurel y Hardy («el gordo y el flaco») en la que la llave de la luz ponía en marcha el refrigerador, el botón de la radio abría todos los grifos de la casa, la perilla de la lavadora accionaba el ventilador… y así sucesivamente.

Aunque dios no haya tenido nada que ver, algo parecido le ocurrió al «pensamiento único» cuando quiso activar la muerte del expresidente Adolfo Suárez como un antídoto contra las marchas de la dignidad, y le salió al revés. También por dos razones. Una, porque la inmensa cantidad de tiempo/espacio dedicado a Suárez se convirtió en parte en «caja de resonancia» de la impresionante manifestación del sábado 22 de marzo, quizás hito iniciático de la primavera española. Porque incluso los más jóvenes, que preguntaban quién era este señor fallecido, contestaban a la explicación que se les diera: «ah… es es el que inventó esto que llaman democracia». Conclusión que creaba un hipervínculo con la enorme protesta callejera. Y dos, porque cada interlocutor intentaba dar una explicación a la gran distancia entre los comienzos jubilosos de la transición y el tenebroso final al que nos están arrastrando. O sea, que cualquier explicación sobre Suárez también remitía a las calles desbordantes de gente… No digamos «de ciudadanos» porque si algo pudimos volver a comprobar es que no somos ciudadanos: nuestros derechos no están en vigencia. Según su tendencia, cada uno escarba en testimonios que muestren la existencia de grupos manifestantes violentos o de infiltrados policiales que azuzan los choques violentos… pero lo que nadie puede negar es que en este país no se puede decir que exista libertad de expresión porque el intento de reunirse y corear consignas acarrea porrazos, empujones, malos tratos, balas de goma… que se emplean con saña y, sobre todo, se usan como siniestros disuasorios para que la gente no se atreva a salir a la calle (empeño frustrado en gran medida… pero no cabe duda de que hay quienes no salen por temor…que es lo que el Gobierno quiere y lo que desmiente la presunta democracia).

Les salió tan mal el intento de utilizar la muerte de Suárez como ancha cortina de humo, que hasta los más sesudos comentaristas tuvieron que marcar la diferencia entre las intenciones de Suárez y los despojos de aquellas fantasías, que pueden verse hoy en la demolición del laborioso trabajo que se hizo durante la transición.

Pero creo que es un buen momento para recordar a quienes no conocieron la época de Suárez que fue, por los motivos que sean, la que nos aproximó más al sentido de lo que debe ser una verdadera democracia política, aunque sea viéndola en el estrecho marco de la ideología «liberal»… porque Suárez tuvo la dignidad de quedarse en pie ante los golpistas del 23F y eso le da un punto de cercanía con los manifestantes «por la dignidad»; y también tuvo la dignidad de renunciar cuando pensó que su presencia en el gobierno podía ser dañina para los intereses de España: reserva de dignidad que todo político debería llevar en su mochila (como llevaban el «bastón de mariscal» mochilero todos sus soldados, según Napoleón) pero que hoy…¡ningún político lleva!

Por esos dos reductos de dignidad, podríamos dar por seguro que las simpatías de ese Suárez, digno frente a quienes le atropellaban y frente a lo que sintió como una obligación de retirada, hubieran estado del lado de los «habitantes» de la calle y no de los habitantes de los palacios del poder. ¿Que la transición fue un fracaso estrepitoso? Desde luego…pero lo mejor de ella fue esa intención que Suárez le insufló en aquellos lejanos comienzos. Después de todo, a Adolfo Suárez puede haberle pasado lo mismo que a ese dios imaginario (¿hay algún dios que no sea imaginario?): que no funcionaba ninguno de los cacharros que tenía. Quería «encender» la democracia y le retumbaban los tambores golpistas…

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