Vivimos en una cárcel de redes: la televisión, las drogas, el consumismo… Pero sobre todo estamos encerrados por una malla de tópicos y prejuicios que el pensamiento único alimenta cada día
Llevo décadas recibiendo reproches de lectores y amigos por mi visión escéptica de la realidad. Me he defendido siempre apelando a que en mi oficio es fundamental el pensamiento crítico: no aceptar las versiones que vienen precocinadas y hasta predigeridas. Y el caso es que las previsiones más pesimistas… han sido empeoradas por la realidad. No se crea que la confirmación de esas visiones negativas me ha dado aureola de «adivino»; pero sí, tal vez, algún crédito por lo que realmente creo que soy: un resistente en lucha contra prejuicios y tópicos.
Sigo plantado en mis trece, y la mayoría de amigos y lectores sigue reprochándome (con cariño) que me rebele contra los excesos del «pensamiento positivo». La carta de una lectora a un medio nacional me conmovió: «Claro que hay que seguir y (perdón por la expresión) ‘¡jecharle huevos!’, pero, mientras se los echas y plantas cara a la situación, tienes todo el derecho a no sonreír, a sentirte mal, a creerte víctima de la jugada en la que además ni te repartieron cartas».
Creo que la filosofía del carpe diem es equivocada. Y digo «la filosofía» y no su sentido práctico, porque sería un imbécil si predicara lo que no quiero para nadie, ni menos para mí: yo también, como todos, ando en busca de la felicidad y de disfrutar a tope los buenos momentos. No se trata de disfrutar o no, sino, quizás, del modo como lo vivimos.
Hace 50, 40, 30 años, la mayoría de la gente de este planeta creía en la posibilidad, a un plazo histórico corto, de crear una sociedad más justa, sea pensando en ella en términos intelectuales (racionales), sea a través de una sucesión de objetivos inmediatos: la derrota de un maligno enemigo, el logro de la libertad del propio pueblo, el establecimiento de algún reino celestial en la Tierra, etc. El día a día, el disfrute de los momentos gratos de la vida, era parte de ese proceso, de esa lucha o de esas esperanzas. Se zambullía uno en esos instantes (minutos, horas, días…) con la nerviosidad o con el sosiego de ese futuro en ciernes. Del mismo modo como la lucha diaria descansaba en la certeza de un empleo estable o de una vocación en desarrollo.
Ahora se nos pide que repartamos sonrisas haciendo abstracción de que nos han robado el futuro: no tenemos empleo o lo tenemos en precario; las luchas suelen ser de pura supervivencia; las vocaciones retroceden ante la desesperación por sobrevivir.
Y es verdad que necesitamos seguir disfrutando pese a las desgracias. No podríamos sobrevivir si no nos refugiáramos, al menos por momentos, de un entorno tan destructivo. Pero no podemos hacer de ese disfrute una «hermosa» filosofía de vida por aquello de Krishnamurti: imposible estar sano en una sociedad tan enferma.
En medios intelectuales critican a la filósofa judía Hanna Arendt, que habló de la «banalidad del mal», entendiendo que el nazi Eichman mostraba ausencia de pensamiento o un «pensamiento anestesiado» al seguir ciegamente las órdenes de los exterminadores del pueblo judío. Pero… ¿no nos ha llevado hoy el «pensamiento único» a una ausencia de pensamiento autónomo… a un «pensamiento anestesiado»? Pensamos, sí, pero desde nuestro propio cerebro estamos condicionados a entregarnos a los prejuicios, a juzgar a todos desde un dogmatismo ideológico, a caer constantemente en el maniqueísmo, clasificando a la gente: «buena» si comparte prejuicios y «mala», si defiende otros prejuicios. No revisamos los prejuicios. Es más cómodo recostarnos en una ideología que lo explica todo y vivir en un mundo acotado por tópicos: los demás serán «fascistas», «comunistas», «liberales», «extremistas», «radicales», «populistas», «burgueses»… y un sinfín de etiquetas que endosamos a todos para recuperar a cada instante el precario equilibrio en que vivimos. Estamos presos de los tópicos y siempre creemos que los presos son los otros. Cuando disfrutamos el momento no estamos aplicando una sabia máxima oriental (hoy «occidentalizada») sino escapando de esa realidad casi siempre tétrica que nos ahoga.
Estamos encarcelados por redes: la televisión, las drogas, los deportes de masas, los impulsos consumistas, el espíritu de competencia… y las propias «redes sociales». Tenemos derecho a querer escapar de la cárcel aunque sea con sucedáneos o simples escondites. Pero no nos creamos que ese es un paradigma de felicidad: la felicidad individual estará sumergida en la felicidad colectiva (o al menos en la alegría con que una sociedad empieza a desprenderse de sus dramas) o será «un simple remedo de la felicidad».