¿Puede una democracia falseada encontrar soluciones democráticas a la «cuestión catalana»? El «derecho a decidir» es indiscutible. Debería imponerse una consulta a los catalanes
Con el trasfondo del «soberanismo» catalán, se ven sobre la arena las pisadas que van dando los que no terminan de irse, como Rubalcaba, y los que amagan con entrar, como Susana Díaz. La inefable Rosa Díez ha pedido a sus votantes que no les voten nunca más si no cumplen a rajatabla su programa. No sería un mal lema para todos los que ya han «tocado» un poco de poder y nunca han cumplido: «No nos votéis más».
El intríngulis del entredicho entre Cataluña y España hace que cada uno tome partido según esté a favor o en contra de una posible secesión. Así se tergiversan las cuestiones «de principios». En términos estrictamente teóricos… ¿quién puede discutir el «derecho a decidir»? No resultaría lógico que si el Real Madrid quisiera salirse de la Liga, para ello debieran votar los socios de todos los demás clubes. En términos políticos: ¿quién más debería opinar, excepto los españoles, si nos queremos «ir» de Europa?
En toda unión de pueblos para conformar una nación hay un «pacto tácito» que cualquiera de los participantes puede romper. Ahí está el dramático caso de Yugoslavia, rota en mil trozos porque aquel «pacto» se quebró de mala manera.
Otra cosa es la cruda realidad. Las naciones integradas por pueblos diversos suelen tener la pretensión de defender con todo su poder la «integridad» del territorio. Pero esta es una cuestión «de hecho». El «derecho a decidir», como principio teórico, no puede ser cuestionado.
Conviene recordar que, muerto Franco, se acondicionó una Constitución con un bastante novedoso «estado de las autonomías», que trataba de mantener la relación de fuerzas existente durante el franquismo. En la época del «Generalísimo», la «cultura» vasca y la catalana fueron perseguidas a favor de una «cultura nacional» española unificadora. Pero el poder económico, con Franco, estaba principalmente en manos de las burguesías vasca y catalana. La nueva Constitución trató de resguardar ese «statu quo». El invento no funcionó bien por múltiples razones; entre ellas, que ETA siguió matando y que Cataluña, con su puñado de diputados, se convirtió en el contrapeso que inclinaba la balanza a favor de PSOE o PP, lo que le dio un enorme poder de negociación. En otras palabras, el crecimiento del poder autonómico de vascos y catalanes no se aquietó con las concesiones recibidas sino que fue creciendo.
«Esto no tiene buen pronóstico», diría ahora un especialista, contemplando el desaguisado que han provocado entre todos. El presunto remedio que propone ahora el PSOE, la vieja idea del federalismo, ya no sería más que un nuevo apaño para que vascos y catalanes conservaran sus privilegios. Pero se volverían a forzar las cosas porque esa presunta paridad entre todas las regiones (lo que debería ser, en pura teoría, el federalismo) no ha sido reivindicada con ánimo luchador por las demás autonomías. Solo Andalucía y Galicia se colaron con cierta fuerza en el «estado de las autonomías», pero sin demasiadas ínfulas porque al andalucismo se lo tragó el PSOE y al «galleguismo» lo absorbió el PP.
Pero hay algo de lo que no se habla y que es, sin embargo, otro principio indiscutible: la llegada de la democracia como sistema (hoy un sistema en «bancarrota») debió incluir el valeroso paso de someter a un referéndum los deseos de secesión tanto de vascos como de catalanes. Una decisión popular en las urnas hubiera tenido dos efectos beneficiosos: desactivar mucho antes a los etarras y poner contra las cuerdas tanto a Convergencia como al PNV, que siempre jugaron a la ambigüedad. Pero no hubo valor suficiente porque, claro, existía la posibilidad de que optaran por la independencia.
Ahora la cosa, realmente, tiene mal pronóstico: que la «cuestión vasca» haya perdido virulencia ha quedado descompensado por el órdago catalán.
Vuelve a presentarse en el horizonte, como mera especulación, el mismo remedio democrático, al que difícilmente pueda llegarse desde la farsa de democracia que vivimos: un referéndum. Que los catalanes decidan. Parece difícil que opten por romper con España pero hay un riesgo adicional: ¿y si eso reactiva la posibilidad de una consulta popular a los vascos?
Se ha perdido el momento en que cada referéndum, aunque parezca paradójico, hubiera podido abrir fórmulas de convivencia. En política, como en ajedrez, a veces es más importante ganar «un tiempo» que obtener una ventaja en piezas. Para todo resulta tarde. Incluso para remedios «democráticos» cuando ya nadie cree en esta democracia.