Al artista que sintió asco por España le auguran que sentirá asco también por Cataluña. Nos controlan hasta las sensaciones: lo que debería asquearnos es el poder financiero mundial que nos manipula
Vivimos a caballo entre dos realidades. En Occidente hemos ido dejando las creencias religiosas y también parece que vamos dejando atrás al gran mito que las reemplazó: el Estado Nación, que creó su propio sistema de fidelidades.
Pero ahora se superpone un nuevo nivel, el dominante: el del poder económico y financiero global, que va controlando todos los centros de decisión y se expande a la par con los resortes económicos y políticos y la manipulación incluso del pensamiento y de los sistemas de creencias. El manejo de los sistemas de creencias permite embaucar groseramente a la opinión pública mundial: el enemigo es el Islam y los musulmanes no solamente son terroristas en potencia sino que se les adjudica casi el monopolio del fanatismo.
Así se nos presenta esta falsa guerra, tan meticulosamente diseñada que hasta se va dejando un «territorio ignoto» en el que grupos y bandas actúan a su aire… y solo son perseguidas y atacadas cuando ponen en peligro intereses económicos o cuando interesa hacerlas reaccionar con violencia, para señalarlas como el gran enemigo. Libia, Siria, Somalia, Sudán del Sur o la fallida nación Azawad, al norte de Mali.
La religión oficial en Occidente, el cristianismo en sus diversas variantes, es un gran instrumento de apoyo para el Sistema. Sin embargo, la milenaria iglesia católica no desea verse involucrada totalmente con la estructura de poder actual, cuya actuación viola constantemente los derechos humanos y reniega de todos los principios morales. Apenas llegado el nuevo Papa, comentamos este proceso en un artículo titulado «La Iglesia quiere salvarse». Falta ver hasta dónde puede llegar el Vaticano para marcar distancias con el Sistema, un esfuerzo que hasta ahora ha dado más que nada gestos simbólicos.
¿Y qué ocurre con la adhesión al Estado Nación? Siempre hemos dicho que el nacionalismo tiene dos formas históricas diferentes: el nacionalismo imperial, expansionista, y el nacionalismo de rebelión contra los poderes dominantes, el nacionalismo de liberación. El pensamiento único mantiene un riguroso silencio sobre el nacionalismo imperial. El expansionismo norteamericano, como el que intentan, más limitadamente, los chinos o los rusos, no son denunciados como nacionalismos; es «lo que hay»: son fenómenos que no están en tela de juicio. Por el contrario, los nacionalismos de liberación, los que enarbolan los pueblos para sacudirse el dominio exterior, sufre el anatema descalificatorio: son «populismos», reacciones primitivas, cuando no muestras de barbarie.
Con estos mimbres el pensamiento único diseña las consignas que nos transmiten constantemente: en nombre del laicismo se combate al cristianismo; en nombre del cristianismo se lucha contra el fanatismo musulmán; en nombre de esta falsa «democracia» y sus abandonados valores «morales» se denuncia al nacionalismo de liberación mientras se toleran las atrocidades imperiales.
Atrapados entre ambos nacionalismos… ¿qué somos los países europeos? Ya ha quedado en evidencia el espejismo de un «nacionalismo europeo» que fue «inventado» por el poder económico dejando totalmente al margen a los pueblos. Paralelamente el fracaso de Europa ha incentivado las propuestas centrífugas: las «culturas» regionales vuelven por sus fueros, estimuladas por las estrecheces económicas provocadas por la gran estafa. ¿A qué seguir en España si España, como Europa, también se hunde? España ha caído al socavón donde nos exprimen sin piedad, junto a Grecia, Irlanda, Portugal, Chipre…
Que España pueda darnos «asco» es un gran triunfo del pensamiento único. Que nuestras señas de identidad como país hayan sido secuestradas por las elites que han traicionado los intereses del país y de su pueblo no debería significar que se hayan perdido. Que España haya sido un imperio explotador y sin piedad no la diferencia de las demás naciones europeas ni de ninguno de los imperios que se han sucedido a través de la historia. Ser «ciudadano del mundo» es una quimera liberal, residuo de ese individualismo sepultado por la «sociedad de masas» y los medios de comunicación globalizados y controlados. Cada uno convive con sus «ascos» pero es triste que nuestra repugnancia no apunte al Sistema que nos está hundiendo en una sociedad sin valores morales, teledirigida, despojada gradualmente de toda raíz. Se puede sentir «asco» por la derrota del género humano; o por esa enorme confabulación que nos priva de libertad y de justicia; pero sentir «asco» de España es abandonarla en manos de quienes la han traicionado.