El afán por simplificar lleva a buscar explicaciones forzadas con antiguos esquemas ideológicos. En vez de apelar a la «lucha de clases» hay que ver cuál clase de lucha es necesaria hoy
Vivimos con el afán de la simplificación. Siempre es posible encontrar alegatos a favor tanto de las explicaciones sencillas como del «pensamiento complejo». Lo que nos cuesta admitir es que nos vamos a encontrar con situaciones y problemas que admiten una explicación elemental y con otras que exigen profundizar… además de las que nos introducen en laberintos a los que no encontramos salida. Eso sí: cualquiera sea la solución que creamos haber hallado, nos apresuramos a acusar al resto de la humanidad de no haber entendido lo que pasa.
Una de las simplificaciones más persistentes es la que quiere remitir todo lo que ocurre a «la lucha de clases». La ausencia de un sistema de clasificación fácil, que nos permita etiquetar «toda» la realidad, nos lleva a una retrospectiva sobre las distintas ideologías que ofrecían antes esos «mapas» donde poder anclar con alfileres todos los fenómenos. Los medios de comunicación del Sistema nos empujan constantemente al maniqueísmo: todo lo que sucede es clasificable señalizando a «los buenos» y ‘«los malos». Desde las redes sociales surgen voces que se limitan a negar todo lo que los medios afirman. Con esta igualmente sencilla propuesta se dan por satisfechos.
El «marxismo recalentado» ofrece una plataforma amplia para «volver a poner todo en su sitio». Desde luego, esta técnica supone desconocer una aportación principal del marxismo: partir del análisis de la realidad concreta. Hoy no hay una burguesía propiamente dicha. Hace mucho tiempo que los «gerentes» han ganado capacidad de decisión, como gestores del poder económico global. Esto ocurrió tanto en la fracasada experiencia soviética, donde la burocracia asumió el rol de la antigua burguesía (como ahora sucede en China), como en Occidente, donde un amplio staff de elites gerenciales suele tomar las decisiones (los grandes burgueses de las listas de la revista Forbes tuvieron que hacer espacio a los «técnicos»). Hoy no existen tampoco los «medios de producción» que caracterizaban a la sociedad industrialista del siglo XIX. Ahora los instrumentos de dominación económica están en las nuevas tecnologías y la «ingeniería financiera», desde donde se intenta diseñar el futuro inmediato (el mediato tampoco consiguen controlarlo del todo) creando y preservando los santuarios donde el capital se acumula sin limitaciones. No hay, pues, un frente más o menos homogéneo de defensa de los intereses de la «clase burguesa» sino roces permanentes entre grupos mafiosos que disputan territorios y parcelas de poder. Los mercados no reclutan «proletarios» que les vendan su fuerza de trabajo: estrangulan países enteros para exprimirles una «plusvalía» cada vez mayor, nacida de un gran colchón de parados y de un trabajo precario que prácticamente anula el antes potente instrumento de la huelga.
Al perder protagonismo los «medios de producción» la propia noción de proletariado se difumina. El marxismo reconocía la potencial fuerza revolucionaria de la clase obrera porque, entre otras cosas, era capaz de tener «consciencia de clase», a diferencia del «lumpen proletariat», esos marginados que quedaban fuera del aparato de producción. Marginados que hoy son una enorme y creciente masa, que difícilmente se reconozca como clase y pueda adquirir consciencia de tal. En la marginalidad se configura una masa variopinta y heterogénea que en algunos países se nutre en gran medida con inmigrantes. Los «intereses comunes» son los de la pura resistencia a un Sistema que los excluye y los asfixia, pero no nacen naturalmente de la estructura económica, como el antiguo poder proletario.
Cuando el 15M y otros movimientos similares hablan del 99%, como el «gran frente» machacado y empobrecido, que necesita resistir los ataques constantes que sufre, están reconociendo la nueva realidad: una masa, sociológicamente diversa, donde las minorías de obreros industriales se unen y se emparejan con las clases medias en permanente retroceso, con las poblaciones campesinas diezmadas y con las oleadas de migrantes. Si se apela a «reconstruir» un poder proletario, ínfimo ya (en busca de recomponer el antiguo «modelo» de la lucha de clases), solo se logra agrietar esa incipiente propuesta de un amplio frente de resistencia, que es la «clase de lucha» que estamos necesitando. Es el problema más grave que crean las explicaciones forzadas: que ven la realidad en espejos deformantes y tienden a llevarnos por caminos equivocados.