Entre Kennedy y Bush

28 May

Obama pone a prueba su fuerza y su futuro con la idea de cerrar la «guerra inexistente» contra el terrorismo. La necesidad de «blanquear» un poder desbocado por invasiones y asesinatos

Desde que fue elegido la primera vez, muchos nos preguntamos hasta dónde querría y podría llegar Obama. ¿Cuál sería el «karma» de Obama? ¿Hasta qué punto tendría que ser, por fuerza, una reencarnación de Bush…? ¿O sería, tal vez, la continuación, tras un largo intervalo, de la «gran reforma» política que alentaba John Kennedy… intención que tanto aceleró el final de sus días?
Quizás cabe todavía una tercera posibilidad, trazando un caprichoso puente entre la reforma kennedyana y la contrarreforma de Bush. En tal caso los historiadores podrán contar las cosas más o menos así: «Obama, el primer presidente negro de la historia norteamericana, tuvo que hacerse perdonar sus afanes de cambio, disimulándolos durante varios años, convencido de que la exhibición descarnada de sus ideas podía costarle el gobierno y quizás la vida.
Pero llegado a un punto, cuando se sintió suficientemente fuerte, comprendió que solo podía seguir avanzando si plantaba cara al auténtico poder de su país. Ese poder que seguía estando ahí, no semioculto, como en los tiempos de Eisenhower; ni escrupulosamente escondido y protegido por un ejército de cómplices, como cuando mataron a Kennedy; ni enteramente a la vista y arrogante, como cuando el reciclado ‘complejo militar-industrial’ se encarnó en la figura, maleable como un muñeco de goma, de Bush junior».
Desde los suburbios del mundo o desde esta misma Europa, que ha perdido su centralidad, se han seguido viendo las atrocidades que cometen los norteamericanos con la doble moral de siempre: unos, como productos de las «servidumbres» del poder planetario, con Guantánamos, cárceles secretas, torturas «legalizadas», guerras contra los pueblos presentadas como restauradoras de democracias inexistentes (Afganistán, Irak, Pakistán…), asesinatos cometidos por robots (drones); otros, pensando que el poder global nunca estuvo en peligro y que tales atrocidades no eran más que eso, sin justificación ni redención posible: atrocidades.
Ha tenido que ser la misma «lógica interna» del Sistema la que ha llevado a Obama a hacerse las preguntas que de alguna forma se habían hecho casi todos los habitantes de este planeta. La transcribe así un corresponsal que escuchó el discurso del presidente del pasado 23 de abril: «es espeluznante pensar que la nación que se proclama  guardián de los derechos humanos mantenga retenidos dentro de 10 o 20 años a un puñado de individuos que ni siquiera han sido acusados de algún delito». En su discurso, Obama proclamó la necesidad de «redefinir» y llegar a «revocar» la ley que, tras el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, dio al presidente poderes prácticamente ilimitados para actuar contra cualquier «amenaza», en cualquier lugar del planeta.
La «guerra contra el terrorismo», sigue siendo algo que para muchos no se parece en nada a una guerra sino más bien a la creación de una suerte de «policía planetaria». Obama dijo ahora: «como todas las guerras, tiene que terminar. Esto es lo que dice la historia, esto es lo que nuestra democracia nos demanda». Tarde parece para «blanquear» un proceso tan turbio y brutal como el que Estados Unidos ha recorrido, en solitario pero con muchos cómplices. Tan dudosa es todavía la «salida» de ese túnel que el mismo corresponsal subraya que habrá que cerrar de una vez por todas Guantánamo pero en cuanto a los «drones» (que en la «era Obama» cometieron más asesinatos que nunca) no habla de suprimirlos sino solo de «limitar su uso». Y es que llegado a ese punto están las prioridades del Pentágono, bajo la creciente influencia de la CIA.
En el Reino Unido y en Francia acaban de producirse atentados de presuntos terroristas islámicos a los que ya llaman «lobos solitarios» y es obvio que ningún estado entra en guerra para perseguir a unos delincuentes. Y ahora Obama dice, refiriéndose a esa «extraña guerra»: «tenemos que definir la naturaleza y el alcance de esta lucha o ella nos definirá a nosotros». Y este es el caso: esta presunta guerra ya ha definido al Imperio, cuyos soldados y espías parecen llevar todos en su mochila aquella orden que el Rey de Francia (Luis XIII) había firmado para proteger al mosquetero D’Artagnan: «Por orden mía y para bien de Francia ha hecho el portador de la presente lo que ha hecho». Todo legal. Lo dice el Rey. O lo dice el Imperio.

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