Las encuestas, como los resultados electorales, nos alegran si concuerdan con nuestras propias opiniones. Pero si no nos dan la razón nos sentimos autorizados a tratar de idiotas, como mínimo, a todos los que no coinciden con nosotros. Llega a ser agotador observar las flagrantes contradicciones entre nuestro modo de pensar y nuestro modo de actuar. Uno de los ejemplos más difundidos es el de achacar a estas seudo democracias en las que vivimos una ausencia total de representatividad pero, al mismo tiempo, culpar a la gente, a los votantes, de la situación en la que estamos. Parece obvio que, si no nos representan, no se nos puede achacar la responsabilidad de lo que la casta política hace. Claro que podemos cambiar el voto de un partido a otro– pero los políticos constituyen una casta justamente porque son intercambiables. Otro caso frecuente tiene que ver con las desgastadas «ideologías»: las vemos diluirse, entremezclarse, convertirse en meros lemas de propaganda y… sin embargo persistimos en negarnos a ajustar nuestros prejuicios a la realidad, como cuando lamentamos «la ausencia de la izquierda» o «la crisis de la izquierda», como si hubiera que subsanar ese déficit, sin querer admitir que «aquella» izquierda añorada hace tiempo que no existe.
Subterráneamente, en lo más profundo de la sociedad, se están produciendo cambios casi invisibles, que se asientan muy lentamente, mientras las nuevas tecnologías nos pasan por encima a velocidad de vértigo. Esa diferencia brutal de velocidad es en parte la que nos hace creer que los cambios sociales se van a producir «automáticamente», apenas formulados, del mismo modo que un pequeño artefacto nos permite, casi de un día para el otro, llevar la televisión en el bolsillo. Pero los cambios sociales siguen llevando su propio ritmo– siguen siendo enormemente más lentos– y esto crea una falsa sensación de inmovilidad.
Hace pocos días una encuesta bastante amplia daba testimonio, por ejemplo, de que, pese a las grandes manifestaciones encabezadas por Rouco Varela, un 85% del total de encuestados desea que la Iglesia cambie, en el sentido de ponerse «junto a los pobres». Y ese mismo deseo lo expresa nada menos que el 70% de las personas consultadas que se consideran católicos practicantes. Una nítida mayoría se apunta a que la Iglesia se mantenga solo con aportaciones voluntarias y a que el Papa siga una senda de sencillez– La mayoría se hace mucho más ajustada (y no es acompañada por los católicos practicantes) cuando se pregunta por la posible supresión del Estado Vaticano.
Pero sigue siendo una mayoría clara la que aboga por la aceptación del divorcio y los anticonceptivos, dos de las cuestiones determinantes para que un 75% de encuestados estime que la Iglesia «no se supo adaptar» a los tiempos.
Otras ideas que han ido ganando adeptos son las de llegar a un nuevo Concordato que suprima los privilegios eclesiásticos y particularmente acabe con las ventajas fiscales (temas asumidos con mayorías del 84 y 82%, respectivamente). Una fuerte mayoría del 88% defiende que se acabe con la discriminación de las mujeres y, curiosamente, entre los practicantes el 73% mantiene ese mismo criterio.
Imagino que a estas alturas se pensará que aún subsisten, sin mayores cambios, las prevenciones contra familias formadas por una pareja del mismo sexo– Y es verdad que subsisten, pero mientras el 40% opina que tal cosa «no puede ser», un 52% considera que sí puede ser.
En el tema del aborto, lógicamente, las diferencias se ahondan: mientras lo que respaldan la legislación actual son un 46%, el 41% defiende una ley basada en supuestos (y un 10% pretende penalizar el aborto en cualquier caso). No cabe duda de que esta es una cuestión en la que todo el peso de la Iglesia está constantemente volcado a evitar que se imponga el respeto absoluto al derecho a decidir de la mujer– Pero en líneas generales da la impresión de que la opinión pública está modificándose gradualmente: la gente espera un cambio en profundidad de la Iglesia, un «agiornamiento» que le permita jugar incluso un rol político, pero deseando que se convierta en algo muy distinto –en gran medida, opuesto– al papel que ha venido jugando la jerarquía hasta ahora, que ha sido el de acompañante y sostenedor de esta sociedad de mafias insaciables que, mientras nos vacían bolsillos, nos escamotean también nuestras principales armas: los principios morales.