«Suicídense por favor»

29 Ene

De vez en cuando conviene echar un vistazo a noticias anecdóticas que nos ponen en otra dimensión que el seguimiento de la información «fuerte» de la realidad cotidiana. Siempre es bueno buscar otro ángulo de observación.

Cuando Ionesco apuntalaba el «teatro del absurdo» o Fernando Arrabal el «movimiento pánico», o nuevas camadas de surrealistas repintaban las pinturas o las ideas de los grandes renovadores de las primeras décadas del Siglo XX, estaban seguros de que su imaginación escapaba de la realidad por todas las rendijas. Después vino el inútil debate entre los que creen que la ficción va más allá de lo real y los que opinan que la realidad siempre supera a la ficción. Hasta que se desembocó en los juegos de «verdadero o falso» y se comprobó que la realidad escapa a todo lo imaginable.

¿Es posible creer que se haya creado un nudo de intrigas, amenazas, ataques y luchas de poder alrededor del famoso ballet Bolshói de Moscú? Al director le han atacado con ácido sulfúrico y ha perdido un ojo en tanto intentan salvarle el otro. A raíz de ese atentado, tirando de archivo han surgido innumerables antecedentes de esos odios, intrigas y envidias que menudearon alrededor del famosísimo teatro y en los que muchas veces se vio detrás la mano del poder político (Yeltsin, Putin). Las rivalidades y mezquindades no han sido «exclusiva» del Bolshói porque también abundaron, por ejemplo, en el Metropolitan Opera House de Nueva York, lo que se convirtió en los años «50 en trama de una novela de Gore Vidal. La «ligazón» entre las antiguas superpotencias enfrentadas puede surgir de nuevo, porque en el Bolshói se han llevado, justamente de Nueva York (contra toda tradición, al ser tal teatro una de las grandes bazas artísticas rusas), a David Hallberg, un bailarín que, dicen, «roza la perfección».

Otro caso anecdótico (pero no tanto) es el del príncipe Enrique, hijo de Ladi Di, nieto de Isabel II, el Capitán Gales, que ha vuelto al Reino Unido tras pilotar un helicóptero «Apache» en la guerra de Afganistán. Este chaval, tercero en la línea de sucesión al trono, ha gozado de una campaña de relaciones públicas para parchear su imagen, corroída por escandaletes fotográficos: desde salir desnudo en una piscina hasta disfrazarse de oficial de las SS nazis para carnaval. Los encargados de devolver «frescura» al fresco príncipe británico lo han presentado como un «matador de talibanes», porque es realmente lo que ha estado haciendo durante más de cuatro meses. Aunque al principio la campaña encontró algunos ecos positivos, pronto se volvió en contra, y sobre todo cuando el Capitán Gales comentó lo bien que le había venido para matar gente su experiencia con los juegos tipo «play station».

En materia de «crear imagen» será difícil superar a los alemanes, que acarrean incluso con el pasado nazi sin perder un ápice de su fama de cumplidores, eficaces y perfeccionistas por naturaleza. Pues ahora todo eso ha caído hecho trizas: el nuevo aeropuerto de Berlín, con un coste global previsto de 1.700 millones de euros, está muy lejos de poder ser inaugurado y ya va por los 4.300 millones de euros. Todo ha sido tan desastroso que parece el guión de un cómic. El Bild ha titulado: «El mundo entero se ríe de Alemania». La increíble sucesión de desastres ha llevado a que hasta se propusiera derribar lo construido (salvo las pistas) y empezarlo todo de nuevo. Un botón de muestra: está tan próximo a las zonas urbanas que una gran parte de su altísimo costo se debe a las indemnizaciones a los propietarios de los terrenos que hubo que expropiar. No sería galante reírse de Alemania (jejejeje) solo porque nos haya estado imponiendo una brutal austeridad, al tiempo que reprendiéndonos (¡y no digamos a los griegos!) por dilapidadores.

Pero el que se ha llevado la palma ha sido el viceprimer ministro y ministro de Finanzas de Japón, Taro Aso. Aunque finalmente tuvo que «retirar lo dicho», lo cierto es que pidió a los ancianos japoneses (él mismo tiene 72 años) que se hagan el «haraquiri» para no seguir cargando al Estado con los abultados gastos de sus tratamientos. Insistió muy especialmente en la conveniencia de que «se mueran pronto», sobre todo los enfermos terminales que ahora utilizan el dinero público para sobrevivir.

Pedir a los viejos que se suiciden para aliviar las finanzas es una posibilidad en la que quizás Rajoy no ha reparado, aunque lo tiene más difícil porque entre nosotros, latinos al fin, el haraquiri no es muy popular.

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