El sexo de la revolución

25 Sep

La «revolución sexual» fue como barajar y dar de nuevo. Pero no tenemos cartas tan diferentes de las que teníamos antes. Siempre se trata de dejar o no que «el sexo tome la palabra»

Leo en una revista de 1976 unos análisis en clave de humor, pero no por eso menos serios, sobre lo masculino y lo femenino, pensados sobre la base de que la «revolución sexual» ha pasado como un vendaval, se ha impuesto y ¿qué hacemos ahora? La pregunta sigue siendo «¿qué hacemos ahora?».

Tengo una buena amiga que me ha aconsejado: no te metas con ese tema porque te van a destrozar. Pero uno ya es mayor y tiene cierta experiencia. Para que me destrozaran tendrían que pasar cuatro cosas: primero, que me leyeran; segundo, que se indignaran lo suficiente; tercero, que pasaran a la acción. Este último obstáculo es casi insalvable, pero con el primero basta y sobra. Hace exactamente 5 años escribí un artículo en el que se decía: «El paradigma que identifica al hombre con la fuerza y a la mujer con la belleza sigue condicionando la realidad». Y añadía: «el discurso oficial da por consolidados unos cambios pero en la vida cotidiana estallan todos los días unos datos que lo contradicen». No intentaron destrozarme entonces, aunque pretendiera que la mujer, en su auténtica búsqueda de «igualdad» (léase «equiparación»), debería renunciar a ser paradigma de belleza.¡Ahí es nada! Dejarse caer de una posición de privilegio (y de postergación al mismo tiempo, valga la paradoja) ejercida a través de toda la historia humana.

Claro que la situación ha cambiado. Las costumbres sociales y sexuales son otras, incluyendo una mayor autovaloración de la mujer. Pero los cambios a veces son muy sutiles y en ocasiones siguen siendo incompletos.

Hay algo, sin embargo, en lo que las diferencias son más notables: el hombre se ha quedado trastabillando. Solo atina a escapar de la heterosexualidad como si ésta fuera una cárcel, o a «regresar» a la masculinidad como estereotipo (buscando un encuentro con una «mujer tradicional» que, obviamente, sobrevive) o a asumir una «femineidad» sin homosexualidad, un poco al estilo de El amante lesbiano, aquella audaz novela de José Luis Sampedro.

Hay «experimentos» bisexuales y espantadas hacia la misoginia, fruto del pánico. Pero se mantienen en pie casi todas las preguntas que ya habían estallado hace más de 30 años, cuando la revolución sexual había pasado como un vendaval pero no se sabía si solo había desparramado muchas hojas o si verdaderamente había alterado el paisaje.

Un testimonio. Manuel Vicent dice que aquellas mujeres que «lucharon como panteras» por su dignidad, «sin tiempo para pintarse los labios», tienen ahora «unas nietas hermosas, siliconadas, tatuadas con serpientes y mariposas, dispuestas a claudicar en sus derechos con tal de ganar la otra batalla, el viejo sueño de sentirse adorables y tener al macho de nuevo a sus pies en la alfombra». Decíamos hace 5 años que, al ser paradigma de belleza, la mujer conserva «una de las armas básicas de su antiguo poder «indirecto» pero (ahora) con menores posibilidades de ejercerlo». Según Vicent, intentan recuperarlo.

La escritora gallega Lola Beccaria nos habla de la Corin Tellado moderna (la novelista E. L. James), que al entorno romántico incorpora pornografía y que es leída ávidamente. Pero su protagonista, Grey, un hombre, «toma el control y ella obedece». Se pregunta entonces si la mujer liberada se resistirá a asumir ese papel sumiso aunque –añade– entonces estará «perdiendo una parte del juego». La escritora sugiere que, si la mujer se permite jugar, experimentar, probarlo todo, siguiendo los dictados y apetencias de su libre voluntad, quizás estará, por fin, dejando atrás «todas sus limitaciones educacionales e ideológicas».

La interpretación no deja de ser curiosa: la liberación surgiría de una nueva forma de sumisión. ¿No será esto acudir al viejo poder, como las «nietas» de que habla Vicent? Que serían la confirmación de que con las antiguas armas se puede «adquirir» más poder que buscando una paridad real que nunca llega.

Pero esa «libertad» que reivindica Lola Beccaria no apunta tanto a la revolución sexual sino a abrir paso a las «fuerzas oscuras» del sexo, que están desde la noche de los tiempos –lo mismo que el paradigma de la belleza femenina esas a las que alude el escritor Gustavo Martín Garzo, analizando la espléndida novela Drácula, de Bram Stoker, que –dice– «nos enseña que no somos dueños de nuestros deseos, por eso nos perturban. No es cierto que nuestro cuerpo nos pertenezca, siempre pertenece a otro: a aquel o aquella que lo hace despertar».

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