Muchas veces hemos criticado el tan frecuente error de valorar la importancia o el poder de los países solo en base a su peso económico. Y casi cada vez hemos aprovechado para señalar una coincidencia básica entre el pensamiento de origen marxista y el de la corriente liberal: considerar lo económico como lo fundamental y lo que determina todo lo demás. Conviene precisar que el peso de lo económico es ciertamente decisivo. Muchas veces hemos dicho también que son los intereses y las emociones los que rigen la mayoría, sino todas, nuestras acciones, a niveles personales y a niveles sociales, nacionales y finalmente globales. ¿Entonces? Vayamos por partes, como canturreaba Jack el Destripador.
Los intereses son la clave pero tampoco son ‘opuestos’ a las emociones: la codicia, la ‘erótica del poder’, los grandes motivadores (celos, envidias…) todo ello pertenece al campo de las emociones, que muchas veces dan base y sustento a los intereses. De modo que en este estricto sentido es verdad que lo económico es determinante. Pero hay muchas más cosas en el cielo y en la tierra… Hay amor al terruño y a la familia, hay sentimientos patrióticos y hay solidaridad entre humanos, hay creencias religiosas y formas culturales que nos dan identidad…
El resultado de tantos hilos que conforman esta trama suele simplificarse con la explicación económica ‘pura’. Un ejemplo: todas las guerras imperiales recientes se han explicado por el petróleo pero no puede ser la única razón porque no hay petróleo, por ejemplo, en Afganistán. El resultado de la intrincada trama, visto en un corte transversal, es esta realidad del poder que tenemos al presente. Y en esta realidad concreta han ido cristalizando unos perfiles que pasan, antes que nada, por el poder militar. El poder militar es una ‘nueva’ realidad que puede condicionar incluso los desniveles económicos. Hace poco hemos visto el panorama de África (‘África se desintegra’), donde las grandes multinacionales explotan los recursos y múltiples ejércitos, pandillas, guerrillas, bandas o grupos de mercenarios se expanden por el territorio, aplastando a las poblaciones y reduciendo a escombros las propias instituciones; paso a paso, desaparecen las formas del Estado –algunas tan débiles que casi no llegaron a cuajar- y el caos, la muerte, las masacres y los genocidios son los que empujan brutalmente a la desintegración del continente.
En América Latina el proceso es bastante distinto, porque las formas del Estado llegaron a desarrollarse más y hay allí países con territorios y poblaciones considerables que intentan desplegar políticas autónomas. Estas naciones, ‘hechas’ a medias, crean un choque interior que generalmente polariza de una parte a las fuerzas que pugnan por la independencia y de otra a los que, amparados en la búsqueda del desarrollo económico, actúan como agentes de intereses económicos colonizadores.
Desde el punto de vista militar el imperio tiene una ventaja descomunal, con su dominio del espacio, que le da capacidad para llevar misiles con carga nuclear a cualquier punto del planeta en una media hora. Pero no siempre va a interesar un ataque atómico o ni siquiera arrasar un territorio. De modo que el imperio necesita contar con fuerzas y armamento ‘de otros tiempos’.
En el terreno militar China no solo está muchísimo más atrasada sino que tampoco puede mostrar abiertamente sus intenciones. Las guerrillas colombianas de las FARC disponen en muchas ocasiones de misiles tierra aire con los que se han cargado muchos helicópteros obsoletos, sobrantes de la guerra de Irak, y naturalmente que esos misiles son de fabricación china. Pero no quedan muchas huellas del modo cómo llegaron allí.
Pero lo que el imperio tiene organizado en América Latina, de lo que casi nunca se habla, es impresionante: cerca de 20 bases militares diseminadas por todo el territorio, para controlar desde el sur de México hasta el punto más austral de la Patagonia. Sus tentáculos pueden cubrir rápidamente la Amasonia; pero hay ahí, al sur, un ‘frente’ de resistencia: Argentina, Uruguay y Brasil. Además, por supuesto, del ‘eje del mal’: Cuba y Venezuela. Lo veremos en un próximo artículo. De momento, lo que está claro es que el poder militar es el que amarra todas las conquistas. Los avances económicos –el poder de las multinacionales- siguen necesitando Estados militarmente rápidos y poderosos que vayan allí dónde los intereses estén en peligro.