¿Qué tendrá que ver la princesa esa, que no es Belén Esteban –busco el dato: se llama Catalina- con Osama Bin Laden, asesinado por la CIA, o con el hijo y los nietos de Gadaffi, asesinados por la OTAN? Y creo que sí, que existe algún nexo. Lo que vincula esos ‘acontecimientos’ entre sí es que son exhibiciones de cómo la Modernidad se defiende.
La Modernidad se defiende restaurando la popularidad de las pompas de los reyes y también se defiende con un asesinato repugnante que para Obama ha sido ‘la restauración de la justicia’. ¿No deberíamos asombrarnos de que Occidente identifique un asesinato con la Justicia? ¿Para eso Hollywood nos vendió durante tres cuartos de siglo a los cow-boys que andaban jugándose la vida por defender al acusado para llevarlo ante un juez…? Resulta penoso ver cómo la imagen pública –la de Obama en este caso- se vende tan barata en el ‘todo a cien’ del escaparate globalizado, cambiando al vaquero justiciero por el ‘juez de la horca’, un asesino con ‘estrella’ de Marshall.
¡Qué decir de la OTAN! ¡O de la ONU! Tanto da. Así como hace algunas semanas pedíamos que se cerrara definitivamente el presunto debate sobre las nucleares, después de la tragedia mundial que es Fukushima, ahora querríamos proponer otra clausura de cualquier intento de debate: que nadie nos venga con una ‘legalidad internacional’ representada por las Naciones Unidas, porque la ONU, bajo el dominio total de Estados Unidos, no añade ni quita nada a lo que haga Washington por cuenta propia con sus ejércitos imperiales, en solitario o agregando a la OTAN, que tampoco pone ni quita nada. Esa combinación USA-OTAN-ONU acabará seguramente matando al propio Gadaffi, porque esa ha sido la intención desde el principio, aunque se haya anunciado -parodia de humanitarismo- como la ‘protección de civiles’. Así como en Egipto y Túnez se mueven lenta pero inexorablemente para desactivar la rebelión popular con instrumental cosmético, en Libia se mueven en sentido inverso: a base de bombardeos y asesinatos para debilitar al régimen procuran activan la rebelión, que se ha quedado un poco asfixiada. Con la misma ‘vara de malmedir’ se frena a golpes y balazos a los pacíficos manifestantes en los reinos trogloditas de Asia Menor y se da cuerda a las masas irredentas que acosan al gobierno sirio.
Una aclaración que siempre se hace necesaria: aquí no estamos juzgando a Gadaffi ni a los jeques ni a ningún otro gobernante del mundo árabe: estamos hablando del modo como se conduce el imperio por aquellos lares.
La Modernidad, ¿cómo puede sostenerse agitando nostalgias de una aristocracia aparentemente muerta bajo el fuego cruzado de las ‘top models’ y los cirujanos plásticos? Quizás para mostrarnos que el amor romántico a nivel de los duques de Cambridge sigue siendo posible: un consuelo, ahora que prácticamente a todas las demás promesas de Occidente se las ha comido la expansión planetaria del imperio.
Pero la pregunta es: para qué coño necesita Occidente ahora salvar su imagen. Los que todavía aspiramos a resistir (ni siquiera es cuestión ya de elegir esta opción: a veces existir ya es resistir) tenemos, podríamos decir que el capricho, de empujar a Occidente hacia su propio discurso. Que vuelvan a él, que recuperen los principios perdidos, o que admitan lo que son: creadores de un sistema que nos somete a una dictadura planetaria cada vez menos sutil. ¿Y para qué tendrían que admitirlo expresamente? ¿No está a la vista? Por eso digo que tal vez sea un capricho.
Pero hay algo indiscutible: todavía queda en el mundo mucha gente que se encandila con los fuegos artificiales, llámense Bin Laden, Gadaffi o Catalina… Tal vez no sea tarea vana intentar que asuman la realidad. En el fondo del corazón quizás todos alimentamos el sueño de millones de ‘Anonymous’ invadiendo los palacios del poder mundial, aunque así caigamos, nosotros también, en el mismo romanticismo de los que siguen apasionadamente la boda que ha hecho a Belén Esteban -perdón, a Catalina- duquesa de Windsor.