De repente, la enorme tragedia cayó sobre Japón. Ese pueblo sobre el cual arrojaron las primeras bombas atómicas de la historia recibe ahora un nuevo ‘castigo’ nacido, combinadamente, de una Naturaleza implacable y de una capacidad humana para la codicia que cada uno puede juzgar a su manera (codicia a secas, maldad en estado puro o inabarcable estupidez). Y me estoy refiriendo a quienes tienen poder de decisión porque, si hay una prueba rotunda de la inexistencia de una democracia real –de una auténtica soberanía popular- es la proliferación de centrales nucleares.
Sorprende que los glosadores cotidianos de la globalización hablen ahora del drama de Japón como si fuera algo que concierne a ese único país. Y leo a un colega el asombroso mensaje de que no deberíamos politizar el terrible momento que están viviendo los japoneses. Es como si tras un atentado de ETA se aconsejara no mencionar a los terroristas.
¿Cómo podríamos olvidar –absolver- a los partidarios de construir ‘bombas atómicas pacíficas’ para inyectar energía –literalmente- en la dinámica consumista del sistema? ¿Tiene alguna racionalidad crear estas fuentes de muerte y destrucción mientras seguimos haciendo como si no existieran los inmensos arsenales atómicos acumulados?
El poder del ‘lobby’ atómico es tan enorme que puede inspirar a quienes dicen que este accidente hará que se ‘vuelva a abrir’ el debate nuclear. Después de lo ocurrido en Japón… ¿cabe otra cosa que asumir que ese debate debe cerrarse para siempre? Hace más de tres años, en estas mismas páginas, escribíamos sobre ‘El siglo de las nucleares’, señalando que el fin del negocio del petróleo requería un nuevo negocio de parecida envergadura para seguir engordando las listas de millonarios mundiales de la revista ‘Forbes’. Y comentábamos también que la resistencia de los ciudadanos de las metrópolis estaba empujando a las centrales nucleares hacia la periferia (mencionábamos proyectos en Marruecos, Yemen y Egipto). Pero la combinación entre la tragedia de Japón, las insurrecciones populares en el norte de África, y la proliferación de movimientos en busca de una ‘democracia real’ y al margen de los partidos, en toda Europa (como la impresionante movida en Portugal, donde en las pasadas elecciones se superó el 53% de abstención), son datos que alientan la esperanza de que sea posible detener al ‘lobby’ de las nucleares. Lo primero es rasgar la cortina de silencio. En estos días no he visto, por ejemplo, una cita que era obligada: el accidente en 1999 en una central japonesa de Tokai-Mura. De eso no se habló casi nada, nunca: murieron 18 trabajadores en tanto la nube tóxica elevó 15.000 veces más de lo normal la radioactividad en el entorno de la central. Está el tan famoso Chernóbyl (1986), donde el desastre se cargó a la cuenta de la desidia de los rusos, tras la desaparición de la URSS, una desidia que, obviamente, puede producirse en cualquier país. El accidente de 1979 en Estados Unidos promovió casi tres décadas de moratoria en la construcción de centrales pero también al fin las nucleares volvieron a la carga. El ‘lobby’ renace como el ave Fenix sobre sus cenizas pero también sobre las de pueblos arrasados y montones de muertos.
¿Cuál empresa puede asegurarnos que mantendrá la seguridad de una planta de energía atómica más allá de su propia quiebra? Conviene recordar lo de Bophal, (India), donde la Unión Carbide abandonó su fábrica de pesticidas y, para ahorrar, ‘desconectó’ el sistema de refrigeración. Todos los responsables se quitaron de en medio cuando la factoría explotó y una gran parte de la población engrosó las listas de muertos y enfermos: la huella de los gases venenosos perduraba en los genes tres generaciones después. Nadie nos puede proteger realmente de esas bombas atómicas ‘pacíficas’. Queda como incógnita cuánto aportamos los humanos a la creciente intensidad y frecuencia de catástrofes que ya no se sabe si son realmente naturales.
La avaricia siempre rompe el saco, señor Horacio. Y, por lo general, siempre pagan justos por pecadores. Ojalá las cosas, en el mundo, cambien a mejor, ¡parece tan fácil!
Un saludo, y muchas gracias.
Saramago : «el poder real es económico. Luego no hay democracia»
La cita no es literal, pero sí el sentido cabal de esas palabras. El debate sólo podría cerrarse si hubiera democracia y no este sucedáneo de la misma que «consumimos». Creo que llevas razón, Horacio, pero estamos gritando en un desierto. Me temo. La democracia no nos llegará nunca a través del comunismo, opino, sino a través de una adecuada gestión de la economía hecha por unos políticos capaces, hoy ausentes del mapa, y una ciudadanía más culta y concienciada, nunca «anestesiada», como ocurre en un muy alto porcentaje.
Gracias por tu grito. Era preciso, al menos.
Qué fácil y que difícil a la vez es hablar de la democracia, porque yo me pregunto si verdaderamente esa democracia de la que nos hablan o que nos venden existe…y lo dudo..ciertamente