Alguna sonrisa es falsa. No tiene lógica que los estallidos populares del mundo árabe estén alegrando al mismo tiempo a Obama y a Ahmadineyad, por ejemplo. O que muestren idéntico entusiasmo la señora Merkel y los líderes de Hamás. Unos y otros pueden justificarse: los caudillos occidentales están obligados a festejar la puesta en práctica de los principios que, en teoría, nuestra civilización defiende; y los líderes del mundo árabe-musulmán son coherentes celebrando que masas enardecidas se hayan lanzado, a puro coraje, contra los dictadores de Túnez y Egipto y se los hayan llevado por delante. Pero para los exégetas de estas impresionantes movilizaciones de masas va quedando un poco difícil explicar por qué tuvieron éxito en esos dos países y no cuajaron (hasta ahora) ante otros regímenes tan dictatoriales y represivos como esos (Arabia Saudí, Yemen, Marruecos, Siria, etc.).
Para entender el auge y la victoria de estas insurrecciones y el fracaso de otras no basta, como algunos pretenden, con decir que las medidas policiales preventivas en algunos sitios fueron abrumadoras… esto sería poner en duda la demostrada capacidad represora de Ben Ali y Mubarak.
Habrá datos importantes que ahora no conocemos y que quizás nos pueda suministrar algún día WikiLeaks. Pero sí sabemos que las movilizaciones de Túnez y Egipto –con una población muy mayoritariamente juvenil- rebalsaron los ‘contenedores’ cerrados de los partidos políticos y convirtieron en extraordinarias herramientas la combinación de Internet, las redes sociales y los teléfonos móviles. Claro que hubo represión y muerte pero los efectos del paro y el hambre, tras los fuertes aumentos de los alimentos, hicieron que la gente fuera capaz de desafiar incluso las balas. Con el drama de la miseria a sus espaldas (miles de africanos están ahora mismo huyendo de la costa tunecina hacia Sicilia) y el gangrenado desafío de la corrupción en frente, los tunecinos y los egipcios hubieran podido escribir: “Estamos al límite de nuestras fuerzas, Señor. El límite de la paciencia ya está superado. Hemos llegado a este momento terrible donde más vale la muerte que la prolongación de sufrimientos insoportables…” En esa ‘súplica’, dirigida al Zar por los obreros de San Petesburgo hace más de un siglo, algunos quisieron apreciar el germen del proyecto que culminó con la Revolución Rusa.
Los estallidos populares trajeron dos sorpresas: que los dictadores expulsados estaban apuntados a la ‘socialdemocracia’ y que los partidos musulmanes no eran los protagonistas de la insurrección. La semana pasada dábamos por defenestrado a Mubarak, que aún aguantó cuatro días más, porque nos parecía una caída inevitable. Y también dábamos por hecho que el tratado de paz entre Egipto e Israel no iba a poder sobrevivir. Y esto, por supuesto, aún está por verse. Pero tenemos la impresión de que mantener la vigencia de dicho tratado dependerá de que Israel se decida a poner en práctica su contenido profundo, que suponía desembocar en un estado palestino.
Es cierto que las grandes movilizaciones en Túnez y Egipto no han levantado la bandera del Islam, pero a partir de ahora Occidente tendrá que entender que los pueblos árabes quieren ser soberanos –democracia quiere decir, justamente, que los pueblos gobiernen- y esto supone que una paz duradera con Israel pasa necesariamente por una solución para los palestinos.
Si esto no se consigue, la represión volverá. Pero entonces habrán caído todas las máscaras y se habrán apagado todas las sonrisas. Por todo el planeta parece que cada vez más gente se está tomando en serio el discurso de Occidente. Y esta es una verdadera desgracia para Occidente. ¿O con quien creen que consultaban, hora a hora, los generales egipcios, hasta ‘retirar’ de la escena a Mubarak y prometer elecciones en seis meses?