Si la entrevista al presidente del Gobierno que apareció el pasado domingo en El País –hecha por Javier Moreno, director del periódico- fuera un examen para designar a un candidato a concejal de un pequeño pueblo, seguramente José Luis Rodríguez Zapatero no la habría aprobado. Tampoco es así: no la hubiera aprobado si el hipotético tribunal hubiera estado integrado por ciudadanos; por el contrario, si se hubiera tratado de un jurado formado por políticos, seguramente hubiera obtenido un aprobado por la mínima. Claro que estoy creando una situación absolutamente imaginaria: a la vista está que los candidatos a cualquier puesto electivo no son sometidos a ninguna prueba más que la de la fidelidad cotidiana a los responsables políticos de cada partido.
Las cualidades del entrevistado que pudieron haberle valido un agónico ‘aprobado’ ante los examinadores políticos quizás fueran las mismas que le hubieran hecho suspender ante los ciudadanos.
El presidente confiesa que puede mentir por una necesidad táctica, que puede abandonar todo principio (hasta los ‘derechos humanos’ que son, en teoría, el patrimonio más preciado de Occidente), que puede defender una visión esotérica de la realidad que difícilmente resulte creíble (lo que abre la alternativa: o es una necedad o una falsedad); y también resulta un peligroso fabulador, incapaz de separar sus deseos de la realidad. Mintió por una necesidad táctica cuando afirmó que una reforma laboral sin consenso no serviría ‘para nada’, y ahora confirma que utilizó esa frase para presionar a las partes puesto que haría la reforma de cualquier manera: “siempre tuve la decisión tomada”.
Su capacidad para dejar las cuestiones de principios en segundo plano queda crudamente reflejada cuando elude cualquier posible actuación para proteger a los perseguidos saharauis. Pero también cuando justifica el pacto con un tránsfuga en Benidorm con el único argumento de que el Partido Popular transgredió más veces que el PSOE los acuerdos contra el transfuguismo, que hace tiempo que son papel mojado. Su visión esotérica de la realidad surge en varias oportunidades en las que remite a ‘emociones’ y ‘sensaciones’ como si estas fueran las que gobiernan el mundo. Afirma, por ejemplo, que España podía hacer frente a los compromisos económicos contraídos pero que se le exigía una demostración de que tenía esa capacidad, y ese temor al incumplimiento determino los recortes sociales porque “las sensaciones se imponen”. O cuando asegura que, con los recortes, se entraba en una nueva ‘fase de conciencia’ de la crisis; y cuando se le pregunta si en ese momento no sintió que eso representaba ‘el fin de su proyecto político’, contesta: “No tuve esa conciencia”.
En cuanto a confundir sus deseos con la realidad, ofrece una nueva prueba cuando sigue asegurando que la ‘salida’ dada a la crisis, a base de recortes, fue una salida ‘social’. Y es que no le importa demasiado alejarse de la verdad porque insiste en que, en su opinión, “un gobernante siempre ha de dar una palabra de estímulo, de confianza”. No importa cuántas veces pueda equivocarse. No importa cuantas veces sepa de antemano que está ofreciendo a los ciudadanos una visión distorsionada.
La verdad es que El País parece haber perdido todo cariño por Zapatero porque la entrevista lo pone una y otra vez contra las cuerdas. Pero lo concreto es que, como lo dicen en estos días los enemigos acérrimos del presidente del Gobierno, ahora, cuando sube a la tribuna del Congreso, “tartamudea y cierra los ojos constantemente” y es que, -añaden- habiendo perdido el recurso a su ‘optimismo antropológico’, “desgrana sus argumentos sin convicción”. Claro que no deja de ser una paradoja que sea ‘El País’ quien le está dando la puntilla.
Ojalá yo hubiese perdido, ahora, todo cariño por Zapatero. Cuando Zapatero, desde los bancos de la oposición en el Congreso, debatía (debatía es un decir) con Aznar, si uno me daba asco, el otro me daba asco y pena pues su espíritu -y su alma- estaba vacío. Un saludo y gracias, señor Horacio.