El festejo futbolero, con su imponente parafernalia de triunfo nacional, rompió el encuadramiento de los medios de comunicación: estaba en todas las pantallas, desbordantes de demagogia patriotera, pero no hacía falta encender la tele porque estaba también en casi cualquier esquina de España, con su fuerza profunda de sentimiento patriótico/deportivo. La identificación con esa España victoriosa se vivía con espontánea emoción sin necesidad de coros en falsete ni de discos de aplausos.
Antes, durante y después del Mundial los intelectuales han hecho esfuerzos, a veces loables, por ‘entender’ el fenómeno. Es lo de siempre: lo que a la gente le basta con ‘vivirlo’ para los intelectuales representa el complicado esfuerzo de ‘explicarlo’. Se los ve haciendo malabarismos para limitar el sentido patriótico de la fiesta –no sea que lo aproveche el PP-; o para darle un sesgo anticatalán o antivasco –eso sí lo intentó rentabilizar el PP-; o para desligar la calidad futbolística de la selección de cualquier otro atributo de calidad que pudiera asociarse con España –no sea que Zapatero se aproveche de Sudáfrica-.
Personalmente, lo que me produce un cierto rechazo es que el fútbol, por apasionante que sea y por muy cargado de simbolismos que esté (o precisamente por eso), ocupe un espacio tan gigantesco que contribuya a que sigamos cerrando los ojos a la jodida realidad que nos circunda. Un experto norteamericano en temas militares ha explicado con meridiana claridad lo que podría llamarse ‘extremo conservadurismo’ de los ejércitos (y de los políticos que teóricamente los controlan). Cuenta este señor, John Arquilla, que su país se mostró incapaz de comprender, tanto en Irak como en Afganistán, que “los viejos refuerzos de tropas terrestres” no ofrecen soluciones duraderas contra adversarios organizados en redes. Recuerda Arquilla que durante la Primera Guerra Mundial las tropas del frente occidental atacaban exactamente igual que lo hacían en 1815 los efectivos de Napoleón en Waterloo. Por no entender el valor de los cambios y las nuevas armas, murieron millones (“tuvieron una muerte sangrienta para ganar unos pocos metros de fango revuelto”). Asegura también que el arma atómica hizo que los ejércitos se prepararan para utilizarla como si fuera a emplearse masivamente, cuando era evidente (y se comprendió más tarde) que sólo se trataba de un medio disuasorio. Usar un gran martillo (abrumadoras concentraciones de tropas: ‘táctica de impacto y pavor’) sigue dando malos resultados a Washington en sus guerras imperiales de Irak y Afganistán.
A lo mejor, las tres reglas que propone Arquilla podrían ser asumidas por Del Bosque: el trabajo en equipo, sin basarse en una superestrella, equivaldría al “mucho y pequeño es mejor que poco y grande” (primera máxima de Arquilla); dominar el medio campo y controlar el balón el mayor tiempo posible se parece a la segunda regla: “encontrar al enemigo importa más que golpear en el flanco”; y la tercera, la de dar todo el protagonismo al conjunto: “el enjambre es la nueva táctica de refuerzo”.
Qué poco sabemos de las siniestras batallas que el imperio emprende para sofocar cualquier resistencia, cuando estamos tan informados de las estrategias futboleras que todos nos creemos en condiciones de reemplazar a Del Bosque. Eso sí puede resultar deprimente: estar tan saturados de información sobre –con perdón de los ‘hinchas’ fanáticos- un aspecto anecdótico de la realidad, y saber tan poco (más bien nada) de las guerras que están conformando el futuro del planeta… si es que nos van a dejar algún futuro. Que esa es otra: sentimos que el futuro está en la cuerda floja pero, en vez de angustiarnos por ver cómo podemos actuar para cambiar esa realidad, preferimos mirar siempre hacia otro lado. Por ejemplo, hacia el Mundial de Fútbol.