Como los grafitis del Cementerio Inglés o los de la iglesia de Santiago, todavía subsisten en Málaga muchos mosaicos de Invander. La calidad artística nunca desaparece.
Se cumple un año y medio de la fugaz visita a Málaga de un verdadero genio galo de las Bellas Artes, dispuesto a reeducar a los malagueños para que, además de apreciar el arte, gracias a su obra pudiéramos verle la gracia a los juegos de marcianitos de los años 80.
Como sabrán, se hacía llamar Invader, su modestia le impidió mostrarnos sus rasgos faciales y nada le detuvo en su afán reeducador, así que si fue capaz de dejar uno de sus mosaicos de marcianos en el letrero gigante de Hollywood, intuirán que para él fue un juego de niños colocar sus obras de fraguado rápido en sendos palacios de Málaga declarados Bien de Interés Cultural.
Resulta a todas luces digno de una obra maestra de la ciencia ficción que nuestro Ayuntamiento se pusiera serio y ordenara retirar las piezas a bastantes de los propietarios de los edificios siniestrados por Invader.
La responsabilidad y los gastos, claro, recayeron en los vecinos, pues todo el mundo sabe que Invader cayó por Málaga con nocturnidad, alevosía pero también por pura casualidad: cerró los ojos, dio vueltas al globo terráqueo que guarda en casa, plantó el dedo y salió la ciudad natal de Picasso. Que la Fiscalía de Medio Ambiente se querellara no solo contra Invader sino también contra el director del Centro de Arte Contemporáneo ha sido un disparate, que quede claro.
Dicho esto, resulta conmovedor contemplar estos días, año y medio después de su hazaña artística, la gitanilla gigante del Palacio Episcopal, en calle Santa María. La obra barroca se ennoblece con los rasgos infantiles de la bailaora y es una lástima que el Palacio de Salinas no exhiba ya el calamar plantado por nuestro anónimo maestro.
Por suerte, en nuestra ciudad las actuaciones que iletrados como el firmante confunden con meros actos vandálicos pueden durar en la trama urbana todo lo que le echen, siempre que ni la justicia ni otras administraciones azucen demasiado.
Ocurre con otras perfomances del arte en las que, esta vez sí, nuestro Consistorio se toma la molestia de trincar e identificar a sus autores, grafiteros de medio pelo que pagan su multa correspondiente. Sin embargo, detenidos y multados, su obra permanece. Y así, nos encontramos con que pasan los meses y siguen como el primer día esos enormes grafitis que revalorizan La Torrecilla, la casa de los Van Dulken en el paseo marítimo Pablo Ruiz Picasso o el Cementerio Inglés, gracias a su muro mancillado.
Animados por este comportamiento, no es extraño que estos días la parroquia de Santiago haya aumentado su colección de valiosos grafitis con nuevas aportaciones en el lateral de calle Santiago. Pronto, no se sabrá dónde comienza la iglesia más antigua de la ciudad y dónde una estación perdida del metro neoyorquino. Ese es el camino a seguir: la pervivencia de lo sublime.