La escalinata que conecta la calle Empecinado con la plaza de Capuchinos evoca un catálogo de microdespeñamientos. Hasta al capitán Haddock un marmolista le arregló su escalera de Moulinsart.
Asegura Fernando Savater que la ética es lo que siempre echamos en falta a los demás. Un servidor ignora qué haría el irónico filósofo ante un problema en el que lo único que se echa en falta es el equilibrio, porque hablamos de la castigada escalera del antiguo convento y cuartel de Capuchinos.
Lo cierto es que, si el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, el malagueño pronto será el único español en darse de bruces, de forma sistemática, con la vetusta escalera conventual, un mobiliario urbano que ahora mismo no cumple con su función primordial: transportar a patita a los peatones en buenas condiciones de seguridad.
Cierto es que el Ayuntamiento instaló hace años tres pasamanos, uno de ellos por mitad de la escalera, dada la anchura del invento, pero el andante mortal deberá estar pendiente de no ejecutar un saleazo presto, pues cada peldaño es una fuente de sorpresas, por el catálogo de roturas que presenta y que da cuenta de los siglos que lleva sin repararse.
Uno no sabe si tanta rotura se debe a la práctica del monopatín en caída libre, a la bajada de tanques italianos en la Guerra Civil o a la de soldados poco duchos en su época cuartelera; el caso es que, como los malos alumnos, necesita mejorar y aquí entra de lleno el problema que planteamos a Fernando Savater porque, ¿qué debe primar aquí, la conservación, se entiende que tal cual o la utilidad de unos escalones que siguen siendo usados para comunicar la calle Empecinado con la plaza de Capuchino? Quizás valdría la pena abogar por una mezcla de las dos: una preservación útil, como ha ocurrido con las calles con empedrado artístico de los años 60.
Como muchos recordarán, en un primer momento el Ayuntamiento abogó por quitar algunos de un plumazo (el de calle Fresca en particular), luego se contuvo, domó sus instintos y terminó por rehabilitar los enchinados, que presentaban algunos agujeros negros muy propensos para la caída y pérdida de piezas dentales.
Al final, como hemos podido comprobar en la calle Fresca o en la plaza de San Francisco, el empedrado continúa y sigue prestando sus servicios: aportar belleza a la calle y de paso, servir, literalmente, de paso.
El autor de estas líneas no es experto en rehabilitación de escalinatas antiguas, pero recuerda un tebeo de Tintín (Las joyas de la Castafiore) en el que el capitán Haddock casi se desnuca mientras durante toda la aventura aguarda a que un marmolista le arregle un peldaño roto de su castillo de Moulinsart.
No estaría mal que nuestro Consistorio tanteara a algún artesano, por si tiene arreglo este catálogo de roturas y microdespeñamientos a través de los siglos. El objetivo sería que la escalera prestara su servicios en condiciones…lo mismo que la dentadura de sus usuarios.