Las placas recordatorias de los vecinos insignes de la plaza de la Merced siguen empeorando y la mayoría está desaparecida mientras las placas supervivientes resultan ilegibles. Al principio se proyectaron de bronce.
Hace unos días, al hablar de las obras en los alrededores del Puente de los Once Ojos, en Ciudad Jardín, ya vimos que la barroca prosa de la Gerencia de Urbanismo puede alcanzar límites sólo superados por don Luis de Góngora y Argote. Y así, si en las notas de prensa malaguitas las diferentes fuerzas del orden nunca «hacen» sino que «proceden a hacer», el verbo «haber» está desterrado en tan magna institución, que prefiere uno más próximo al Génesis: «Generar».
De este modo, cuando en 2010 se presentó la reforma de la plaza de la Merced, los bancos de piedra proyectados no iban a servir para sentarse sino para «generar lugares de estancia», mientras que los árboles, que toda la vida han servido para dar sombra, gracias a la prodigiosa labia del Urbanismo malaguita se utilizarían con un fin algo más alambicado: Para «generar espacios de sombra».
En la misma línea entre elegíaca y próxima al bochorno, los expertos anunciaron que en la plaza se colocarían «a modo de estelas que se inscriben en el solado del tapiz central», placas de bronce con los nombres de vecinos ilustres.
Como muchos sabrán, las placas de bronce finalmente se destinaron al platónico mundo de las ideas y en su lugar se optó por colocar un producto más barato: unas placas de metacrilato que además no se instalaron en el «solado del tapiz central» sino fuera de la plaza, en el paseíto lateral junto al antiguo Cine Victoria.
El resultado de tan magna operación, ya lo conocen, ha sido como lanzar terrones al café y esperar que duren para toda la eternidad. Porque el implacable paso del tiempo (y tampoco ha pasado tanto) ha convertido estas «estelas» en fantasmas de lo que fueron. La mayoría de ellas está como la perspicacia de Gabriel Rufián: desaparecida.
Un viento huracanado, vándalos varios o el simple desgaste acelerado de un material inadecuado ha provocado que en buena parte sólo quede el hueco, la huella de su ausencia.
Las pocas placas que sobreviven son casi ilegibles, salvo si uno se agacha para atarse el zapato, porque están invadidas por una especie de niebla londinense perlada de mugre, al tiempo que las poéticas estelas lucen muy descoloridas.
Así que del amplio grupo de vecinos egregios sólo se detectan ya al number one, a Pablo Picasso, al también pintor Enrique Brickmann, al poeta Pedro Luis de Gálvez y al periodista del XIX Juan José Relosillas.
Hace unos días el profesor de Historia del Arte de la Facultad de Turismo, Francisco Rodríguez Marín, insistía en la durabilidad de las placas de bronce que se empleaban como hitos turísticos. El Ayuntamiento llegó a planteárselo pero escogió la opción más barata, que ha terminando generando lo que tenía que generar: decepción y algún que otro tropiezo.