Javier, un compañero periodista que abría moscas en Cambridge, se habría sorprendido hace 20 años por el simpar combate genético que en Málaga se iba a librar contra las cacas perrunas.
Javier, un compañero madrileño de profesión, comenzó su carrera periodística de rebote, porque durante cerca de una década, como él mismo contaba, se «cansó de abrir moscas» en la Universidad de Cambridge, en concreto, la mosca del vinagre.
De compañero tenía un colega español que hoy es Premio Príncipe de Asturias por sus investigaciones sobre la Genética. Javier habría llegado, si no a príncipe de los genetistas, a conde o márqués del ramo pero, harto del mosquerío y profundamente mosqueado, se echó en brazos del periodismo científico y ahí sigue. Y paradojas de la vida, con el mismo sueldo ramplón que todo científico de prestigio en España.
Lo que ni Javier ni un servidor podían imaginar hace veinte años, cuando nuestros estudios coincidieron, es que la ciencia de la Genética, la del fraile Mendel, Watson y Crick, iba a bajar a un terreno tan prosaico como la calle, o, en la jerga de los influenciables políticos de nuestros días, «a pie de calle» (igual de cursi que «a pie de urna»).
Porque todo esos espacios impolutos de mi amigo Javier, con señores con batas blancas, guantes y potentes microscopios capaces de captar el gesto de abulia eterna de la mosca del vinagre hoy tienen aplicación directa en las calles de Málaga y en concreto, en las cacas de los perros dejadas a su libre albedrío.
Siempre que hay que hablar de mierdas perrunas (lo de «excrementos» y «deposiciones» a uno le suena hasta feo) un servidor se acuerda de la señora guiri, afincada en Málaga, posiblemente francesa, que en su combate contra los tremebundos dueños malaguitas de perros, coronaba de forma irónica cada mojón callejero con banderitas de diferentes países y luego los fotografiaba.
Ya se imaginan el impacto que al firmante le causaron esas fotos cuando las recibía en su correo electrónico, máxime porque el ordenador del trabajo es una suerte de pantalla panorámica.
La policía genética de Málaga se apresta ahora a perseguir con saña a los mojoneros malaguitas, una tribu todavía no domeñada por la civilización, que en su paseo con la mascota deja que las cosas caigan por su propio peso, para luego desentenderse.
En cada rastro marrón que sorprendemos y evitamos en la calle imaginamos la tragicomedia de quien previamente ha pisado el cerro, tenga o no banderita, y luego ha tratado de desprenderse de él con violentos frotamientos del calzado en la calle, y que no falte el bordillo de la acera. Quien esté libre de mojón que tire la primera piedra.
La Ciencia no sólo está para escudriñar los agujeros negros o el bosón de Higgs, ahora sabemos que, como un CSI excrementicio, puede dar con un número respetable de capullos y evitar así que a nuestros zapatos se nos pegue algo más que la nostalgia por los paseos de la infancia o, sin ponernos sentimentales, el chicle de todas las semanas. Suerte y al toro.