A las puertas de la Navidad, la crónica de hoy recuerda a Miguel Chamorro, que dedicó los últimos años de su vida a ofrecer calidad y formación a los niños de
Lagunillas y la Cruz Verde.
A Joaquín María Pery no solo le debemos la Farola de Málaga -amenazada en su bicentenario por el tremebundo proyecto de hotel casino- este ingeniero coruñés que llegó a Málaga con el estreno del siglo XIX fue además el responsable de que la entonces conocida como calle de las Lagunillas perdiera las pequeñas lagunas de agua formadas por la extracción de arcilla que se prolongaba hasta este rincón desde El Ejido.
Como recordaba el desaparecido periodista Juan José Palop, Lagunillas, ya seca, tuvo su edad de oro en dos periodos del siglo pasado: los años 30 antes de la Guerra Civil y de la mitad de los 50 a la de los 70, con un microcosmos comercial de ultramarinos, bares, tienda de reparación de bicicletas, mercería, panadería, quincallería, pollos asados, mercado y hasta practicante, para que el cliente volviera a su casa con la cesta llena y además, con mejor salud.
La calle Cristo de la Epidemia cogió el relevo de calle comercial de la Victoria y a Lagunillas le dieron el remate la llegada en los 70 de centros comerciales, hipermercados y la ilógica acumulación de VPO en los alrededores que, a comienzos de este siglo, provocó la protesta de los propios inquilinos, que alertaron de la formación de guetos.
A comienzos de este siglo, en un barrio en declive que fue de los primeros de Málaga en sentir la crisis con fuerza, antes incluso de su ‘proclamación oficial’, puso en marcha una precioso proyecto social el madrileño Miguel Chamorro, un ser de aspecto frágil, tenaz dispensador de bondad, que fundó la asociación Fantasía en Lagunillas.
La iniciativa surgió por la buena acogida de una exposición que montó en la calle este artista, vecino de Lagunillas desde 1991. Al ver el entusiasmo de los más pequeños por los cuadros, pensó en ofrecerles talleres de pinturas, una oferta que al momento se ampliaría con clases de apoyo escolar, cerámica y reciclaje.
El colorido que Miguel y sus niños impregnaron a las paredes de la deteriorada calle Pinillos, los murales picassianos de la calle Huerto del Conde, fotografiados por turistas, y en suma, la transformación de la zona en un rincón artístico al aire libre es uno de los regalos más bonitos que un vecino puede hacer a su barrio.
Miguel, modesto, nunca se dio la más mínima importancia y dedicó todas sus energías a ofrecer calidad de vida a los niños de Lagunillas y la Cruz Verde.
En octubre fallecía, pero sigue vivo en el barrio, no sólo por estar presente en uno de los murales pintados en su honor, sino por tantos años de generosidad.
Miguel Chamorro fue la constatación de que, en este mundo gobernado por un preocupante número de medianías, todavía hay espacio para hacer el bien y además, en un discreto segundo plano. Sirva esta crónica a las puertas de la Navidad para recordarle y decirle: Gracias de corazón.