Al final de la calle del Agua, en la continuación de calle San Lázaro, pervive un escenario de ritos ancestrales en descomposición.
El rastro más tempranero de nuestro paso por el mundo, una serie de huellas de pies, fue localizado hace casi cuarenta años por la antropóloga Mary Leakey en un perdido rincón del planeta llamado Laetoli, en Tanzania. Las pisadas se han mantenido hasta nuestros días por la solidificación de las cenizas de un volcán llamado Sandiman.
Hace la friolera de 3,5 millones de años, tres sujetos bípedos, de la especie Australopithecus afarensis, se dieron una garbeo por estos andurriales, no sabemos si para estirar las piernas o incluso para estrenarlas. La sorpresa de la antropóloga debió de ser tan grande como la de Robinson Crusoe al ver las huellas de Viernes en su isla solitaria.
Con estas imágenes en la cabeza, resulta casi obligatorio adentrarse por la parte más agreste de la calle del Agua, en la Victoria, con la vista puesta en el suelo, no solo ante la probable presencia de cacas de perro, sino ante la posibilidad de toparnos con unos restos arqueológicos que pongan patas arriba la evolución humana, últimamente cuestionada desde el triunfo de Donald Trump y el Brexit.
De cualquier forma, no es la primera vez que esta sección se da una vuelta por este terrizo amorfo que quiere ser un parque y no alcanza la categoría de arriate mugriento.
Enlaza con la calle San Lázaro y con la primera estribación del Monte Gibralfaro. Para el firmante es una incógnita el loable propósito de este intento de zona verde que ha terminado por emplearse como depósito de restos de poda y cagadero de perros.
Y, como en otra ocasión destacamos, se aprecia una actividad prehistórica y para ser preciso, paleolítica, por la proliferación de grandes bloques de piedras que mastuerzos anónimos se han dedicado a arrancar de un murete, hasta lograr un perfecto espurreo lítico, que puede volver locos a los arqueólogos de próximas generaciones.
Porque, ¿cuál es el propósito de arrancar trozos de piedra y lanzarlos a varios metros de distancia?, ¿una prueba de destreza para demostrar que el sujeto ha alcanzado la madurez o la constatación de que queda mucho para que la alcance? Al pasear entre estos escombros, sortear las deposiciones -en principio caninas- y evitar tropezar con los ñoscos esparcidos, puede que el paseante sienta una desazón en el pecho, al estilo de Becquer. Que no decaiga su ánimo porque tanta actividad prehistórica sólo puede evidenciar que, durante millones de años, nuestros antepasados malaguitas se han visto tentados a acercarse a este rincón olvidado y a practicar ritos ancestrales completamente absurdos que perviven hasta nuestros días.
Debe de quedar algún pariente de Mary Leakey metido a arqueólogo. Haría bien nuestro Ayuntamiento en sondearlo para iniciar una prospección arqueológico de un lugar tan simbólico y qué quieren que les diga…tan sucio.