Una ardilla mañanera enterraba ayer su merienda cena al pie de un pino, en un escenario idílico que, en otras ocasiones, suele convertirse en la zona botellonera del monte.
A las 9 de la mañana de ayer, para despejar la cabeza y olvidarse de los barullos identitarios de una comunidad autónoma cuyo hecho diferencial ya no es la lengua sino el infantilismo, allá que se fue el autor de estas páginas a su destino bimensual, el Monte Gibralfaro.
El objetivo, hacer -disculpen la autoatribución- de notario verde o dejar constancia de los índices etílicos que algunos se gastan en esas alturas, con vistas a un Centro Histórico en el que sobresalen la Catedral, los andamiajes que rodean la parroquia de Santiago y la espadaña de la iglesia de San Agustín. En suma, un paisaje maravilloso que debería animar a dejar la bebida.
La limpieza y el bebercio en Gibralfaro, como la economía, va por ciclos. Contaba ayer Francisco Javier, un vecino que lleva viviendo 35 años en los últimos bloques antes de adentrarse en plena Naturaleza, que el pasado domingo bajó de su paseo por el monte con una bolsa llena de restos del botellón semanal. Aplaudimos su civismo porque, si abundan más como él, esta ciudad caminará hacia la ejemplaridad y hasta se notará en los políticos que elijamos, reflejo de lo que somos.
El caso es que, el trabajo de vecinos como Francisco Javier y el del Ayuntamiento se ha notado y ayer, la zona botellonera estaba casi impoluta, con la excepción de alguna botella de ron que el firmante se entretuvo en depositar en la basura. Para quienes frecuentan este paraje, justo en la primera curva tras dejar la calle Mundo Nuevo, la sensación es maravillosa. Se encontrarán con un monte casi por estrenar, como lo vieron los fenicios. Ayer, una ardilla enterraba al pie de un pino su merienda cena en un escenario que, en ocasiones anteriores, se había convertido por culpa de bípedos malaguitas del bebercio en un vertedero al aire libre.
Está la hierba alta y seca, pero sin basura que la mancille así que un servidor se acuerda de la anécdota del perfumista que, a comienzos del siglo XX, al pasar por la hermosa Pravia (Asturias) y oler el heno recién cortado, quiso crear un jabón que reprodujera ese aroma (lo consiguió con Heno de Pravia, claro). La hierba de Gibralfaro, al menos esta semana, ya no huele a orín de tajado, a alcohol en evaporación y en la zona más pegada a la muralla de Gibralfaro, el arranque de la coracha terrestre, ya no hay detritus, aunque desde hace años nadie parece interesado en eliminar una enorme pintada. (A unos metros, otra más pequeña, «Roam», parece simbolizar el bostezo del intelecto).
Si a eso sumamos que la luna, a esa hora de la mañana todavía mostraba su poderío y que no pasaba ningún coche discoteca con el tema Despacito a todo volumen, habrá que concluir que hay días en los que la zona botellonera del monte parece un mal sueño.
Por cierto que para prorrogar este paraíso, Francisco Javier, el vecino, pide policía fija por la zona. Buen consejo.