Al final, los millones de charnegos de Andalucía vamos a resultar más civilizados y respetuosos con la ley que un sector de catalanes que mira con desdén de señorito rico y trata de imponer, por narices, su solución política.
Ustedes disculpen, pero estas líneas están escritas a primera hora de la mañana de ayer, lunes, y no está uno para hablar de equipamientos en mal estado, barrios sucios ni historias curiosas de nuestra querida ciudad. Eso, mañana.
Porque el firmante, como miles de malagueños, recuerda las horas de angustia del 23-F, cuando un grupo de militares retrógrados quiso violentar la joven Democracia española. Todavía rememora un servidor los planes para dejar a su familia y esconderse de mi tío, hermano de mi padre, por entonces concejal del PCE en el Ayuntamiento de Málaga. Apuntaba el regreso de las dos Españas.
Salvando las distancias, a comienzos de septiembre un grupo de parlamentarios autoritarios e iluminados, con un complejo de superioridad que deberá examinarse en las facultades de Psicología, decidió desobedecer la Constitución y su estatuto de autonomía y celebrar un referéndum por encima del bien y del mal para alcanzar la independencia.
Cualquier político civilizado habría tratado de convencer al resto de partidos de su parlamento y del Congreso de los Diputados para lograr la reforma constitucional que diera lugar a esta consulta o cuando menos, a nuevas competencias. Así se habían hecho las cosas hasta ahora, dentro de la civilización y del respeto por unas leyes votadas entre todos.
Por contra, esta panda de reaccionarios ha seguido adelante con su imposición, con el apoyo de la izquierda española más anacrónica -la que vive anclada en octubre, pero de 1975, en plena tromboflebitis de Franco- y así nos va.
Si a eso le sumamos un presidente del Gobierno que se ha pasado cinco años cogiendo alúas, sin aportar un atisbo de solución, el resultado ha sido esta tragicomedia identaria de Berlanga.
No hay derecho a que tanto místico de la patria, tanto nostálgico de la tribu con cargo público pueda conducir España a otra grave crisis política y económica pero sobre todo, a que lo haga con las ínfulas autoritarias de un coronel chusquero.
Desear una frontera con Aragón es una catetada decimonónica y ruinosa, piensa un servidor, pero también un desastre cultural, porque los catalanes perderían gran parte de su cultura, pero si ese es el objetivo de algunos partidos, que convenzan a la mayoría de que se debe organizar un referéndum pactado y a ver qué pasa o peelen por más autogobierno.
Qué paradoja que, al final, los millones de charnegos que poblamos Andalucía hayamos resultado más civilizados y respetuosos con las normas democráticas que un sector de catalanes que mira con desdén de señorito rico al resto del cortijo.
Un reciente estudio indica que la independencia es apoyada, sobre todo, por quienes ganan más de 1.800 euros el mes. Ya me dirán si esta revuelta con tintes clasistas no merece encauzarse dentro de la ley y si la izquierda más desnortada no debería pensar más en los trabajadores y menos en una de las naciones oprimidas más opulentas y agraciadas de Europa.