De bodrios, ollas, duelos y quebrantos

20 Jun

El libro del Arte de Cozina de la Academia de San Telmo actualiza la gastronomía en tiempos de Cervantes e incluye un brillante estudio del profesor malagueño Fernando Rueda

Entre las numerosas actividades realizadas por la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo para conmemorar los cuatro siglos de la muerte de Miguel de Cervantes, una de las más bonitas ha sido la edición de El libro del Arte de Cozina, o la interpretación de recetas del tiempo de Cervantes por los cocineros de Gastroarte, Grupo Gastronómico de Andalucía, y amigos invitados.

Toma el nombre de sendas obras con el mismo título, aunque de autores distintos, Domingo Hernández de Maceras y Diego Granado, publicadas en vida de Cervantes y que sirven como base del recetario a interpretar junto con una tercera obra, Arte de cozina, pastelería, vizcochería y conservería, de Francisco Martínez Montiño.

El libro, además, contiene otros guiños cervantinos como el empleo como tipografía general de la fuente española Ibarra Real, creada por Gerónimo Gil en 1780 y que ese año empleó el impresor Joaquín Ibarra para una de las ediciones más recordadas del Quijote, encargo de la Real Academia de la Lengua. Una forma, por cierto, de divulgar el valioso y desconocido tesoro tipográfico español (el Ibarra Real se puede descargar de forma gratuita en www.ibarrareal.es).

Y en este libro de cocina, repleto de recetas que homenajean y reinterpretan el Siglo de Oro, lo que no tiene desperdicio es el estudio del profesor malagueño Fernando Rueda, de la Comisión Andaluza de Etnología del Patrimonio Histórico, uno de los grandes defensores y divulgadores de la cocina tradicional malagueña.

Fernando Rueda pasa revista a la cocina en tiempos de Cervantes, que don Miguel reflejó con gran realismo en sus obras, con especial presencia de la cocina popular, esa por la que tanta querencia demostró Sancho Panza, quien incluso al ocupar el puesto de gobernador de Barataria dejó bien claro al doctor que su estómago solo estaba acostumbrado «a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas».

El estudio es, disculpen el adjetivo, delicioso, pues no deja rincón sin examinar. Recuerda, por ejemplo, a las clases más bajas que vivían de las sobras de los demás: los brodistas, que se alimentaban del bodrio o caldo de dudosa calidad que repartían los conventos.

Entra además a analizar algunos de los platos cervantinos más famosos como la olla podrida o los duelos y quebrantos; nos recuerda el antecedente claramente judío de la olla, el plato nacional «que se come todos los días desde Irún hasta Cádiz», como recordaba Teófilo Gautier en su Viaje por España; indaga en el primitivo gazpacho, sin la novedad americana del tomate, que no se incorpora hasta finales del XVIII y repasa con precisión y amenidad lo que comía Alonso Quijano, y por ende, Miguel de Cervantes, desde el desayuno (mermelada de naranja y aguardiente) hasta la cena y los postres.

En suma, un acierto de libro por su originalidad, amenidad y rigor.

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