Hoy recorremos, hasta la cima, el muro exterior de la coracha del Monte, que también ha sido colonizado por amantes de la botella y el espray.
Esta semana convinimos en que íbamos a dedicar tres crónicas seguidas al Monte Gibralfaro porque, da la impresión, la dificultad de acceso que presenta para los coches oficiales hace muy complicado que nuestros cargos públicos tengan una panorámica relativamente completa de esta zona verde cargada de historia y botellas.
Con suerte, si algún día se realiza el funicular a Gibralfaro -y este periódico publicó hace dos años un interesante proyecto del ingeniero técnico industrial Manuel Olmedo Casares, con un trazado en su mayoría subterráneo- quizás entonces nuestros próceres se animen más (al menos el día de la inauguración) a conocer el monte, pues no debería bastar con debatir sobre él de forma periódica y teórica en los plenos.
Pero como el funicular no llega y nuestros mamíferos bípedos buscan zonas apartadas del trasiego de los autobuses turísticos para sus quehaceres, es normal que estas malas nuevas sobre pintadas y basura cojan a tantos por sorpresa.
Ayer, precisamente, destacábamos cómo en la parte más baja de la coracha terrestre, la que une la Alcazaba con el Castillo, además de la basura sempiterna que allí se acumula por la vecindad con el botellódromo de Gibralfaro, había dos hermosas pintadas. Y de propina, un sospechoso palitroque de varios metros, apoyado contra la vejada muralla, muy parecido al que hasta hace poco servía, apoyado contra un muro de la calle Covarrubias, para acceder sin permiso al antiguo Convento de la Trinidad.
Por mera curiosidad, el firmante examinó las inmediaciones de toda la coracha hasta el Castillo, para comprobar si los homínidos continuaban con sus prácticas desnortadas.
Son unos pocos metros de ascenso que confirman que, evidentemente, en todas partes cuecen habas, porque monte arriba la muralla presenta nuevas pintadas, botellas de todo pelaje y en ocasiones, cómodos cartones de cajas despanzurradas, en los que poder descansar solo o en compañía.
Muy curioso es el coqueto conjunto formado por una silla de tronío, con más porquería que una nevera por detrás y al lado, una colchoneta, esto ya a una altura apreciable de Gibralfaro. ¿Se imaginan al sherpa transportando la silla hasta este emplazamiento? Ya lo dijo el torero, «hay gente pa tó».
La porquería cesa o al menos queda temporalmente escondida por la explosión primaveral, ya en las proximidades del Castillo. La mucha sombra de estos andurriales ha hecho posible que cientos de acantos, con sus preciosas flores dispuestas en forma de columna, escolten al paseante hasta el monumento en el tramo final. Bien podemos estar en un bosque de la Antigua Grecia.
Las raíces de acanto, por cierto, combaten la diarrea. ¿Combatirán también la diarrea mental de los mamíferos que embisten contra nuestro patrimonio?