Si están hasta el gorro de cazar Pokemon y de la comedia de formación de Gobierno asistan a la experiencia única de una obra en el Teatro Romano.
Un relato hasta hace poco inédito de Stevenson elucubra sobre unos minúsculos seres que en una habitación vacía, presidida por un reloj, se desarrollan en una garrafa olvidada de agua. Estos seres, los animálculos, tienen su propia teoría del mundo que les rodea y deducen que todo es obra de un misterioso relojero, que finalmente entra en la habitación y tira la garrafa de agua podrida.
Como dijo aquel, en referencia a los varones, no somos nada y menos en calzoncillos.
En estos días en los que el Teatro Cervantes anda patas arriba para renovar el suelo y el patio de butacas, toma el relevo un espacio teatral muchos siglos anterior al año de la polka, porque cuando el Teatro Romano de Malaca se estrenó, en tiempos del emperador Augusto, el mundo era una superficie plana limitada por un mar tenebroso repleto de monstruos.
Además, dioses vengativos y caprichosos escenificaban ante un público boquiabierto y a veces estremecido las mismas debilidades que los seres humanos sólo que armados de un poder inconmensurable.
Para más inri, los viajeros de la época, con una capacidad de fabulación muy superior a la de un político de nuestros días, habían llenado la tierra de pueblos con un solo ojo, una sola pierna o con dos cabezas y de animales fantásticos que dejaban en pañales a la oveja Dolly. Con este percal, una representación teatral en Malaca sería, en muchos casos, la constatación de ese mundo incomprensible y misterioso domado por poderes inmensos.
Los romanos, por cierto, tampoco es que innovaran mucho en teatro. Por eso en estas semanas del Ciclo Teatros Romanos de Andalucía, al igual que hicieron los habitantes de Malaca, con lo que nos sorprendemos, divertimos y conmovemos es en su mayoría con la maestría del teatro griego. Porque al igual que en una modesta garrafa puede contenerse un mundo, gracias a los griegos todavía podemos concluir que no hay nada nuevo bajo el sol y que, en líneas generales, seguimos siendo los mismos personajes pese a los siglos transcurridos. Todo el género humano está contenido en sus obras.
Porque gracias a las comedias de Aristófanes y a las tragedias de ese trío de gigantes que los niños aprendían con un truco mnemotécnico (Eurípides, no me Sofocles que te Esquilo) podemos seguir mirándonos en el espejo y toparnos, como hace 2.500 años, con amos fanfarrones, esclavos pícaros, dioses calenturientos, madres íntegras, héroes temerarios o con monarcas sedientos de poder y de la mujer del prójimo.
Un catálogo de virtudes y debilidades que sigue asomando en los telediarios y en nuestras vidas.
Si están hasta las narices de cazar Pokemon y de asistir cada día a la tristona comedia de la formación de Gobierno, acudan al Teatro Romano de Málaga a experimentar algo parecido a lo que los habitantes de este rincón del mundo vivieron hace 21 siglos.