Frente a la planificación y el control familiar de nuestros días, muchos niños malagueños disfrutaban los veranos de los 70 y 80 como tribus de felices salvajes.
Los veranos de muchos niños malagueños de los años 70 y 80 estaban más próximos a los de Daniel el Mochuelo, el niño protagonista de El camino o Pedro, el interno de La sombra del ciprés es alargada y eso que hablamos de novelas de 1948-50, pero pese al tiempo transcurrido, de la Posguerra a la Transición y años siguientes había cierta continuidad en la forma de afrontar el verano: a su puñetera bola.
Nada que ver, por tanto, con los veranos planificados de bastantes niños de nuestros días, sometidos a tanta o más vigilancia que el doctor Hannibal Lecter.
Por contra, el verano en tiempos de los Botejara y Chanquete se caracterizaba por el fomento familiar de las tribus infantiles: agrupaciones de niños salvajes dedicados a las prácticas más saludables, aunque carecieran de sentido: lanzamiento de tarugos de madera y piedras de respetable tamaño (ñoscos); tanteo de medusas y mierdas secas con un palo; escalamiento de muros para, una vez coronados, saltar a tierra y repetir el proceso; campeonatos de lanzamiento de lapos; inexperto chorramiento de olas para acabar arañado, emborrizado y feliz en la orilla…
El verano suponía la exploración de horizontes ignotos y entre sus escasos límites, la cansina prohibición de no meterse en el agua hasta dos horas después de hacer la digestión. Más allá de eso, la confiada despreocupación de los padres: si el niño volvía con dos chichones, al día siguiente estaría brincando y no se acordaría de las protuberancias .
Frente al actual horizonte playero de gastrobares, camas balinesas y oasis ibicencos, que tanto abundan en Málaga, el horizonte veraniego de entonces estaba plagado de cauces secos, calles polvorientas, merenderos con techos de caña, campos resecos y playas sin espigones en las que se barruntaba el excitante peligro en cuanto las madres pronunciaban la frase más deseada: «Gasta cuidaíto que hay resaca».
Pero en esa Málaga en la que los centros de salud eran un sueño futurista, la máxima expresión de la libertad infantil que otorgaba el verano era la mataúra, palabra autóctona de gran potencia expresiva que la Real Academia de la Lengua, de forma bastante divertida, convierte en «Matadura» y define así: «Llaga o herida que se hace la bestia por ludirla al aparejo o por el roce de un apero».
Ciertamente, los niños en verano éramos unos mulos y las mataúras, sobre todo en las rodillas, las huellas de gestas imposibles realizadas por salvajes inconscientes.
Pero como muchos saben, el verano no terminaba con esa tribu transformada en los niños de El señor de las moscas, sino con una actividad incansable, conscientes de que la felicidad tenía una fecha tope: el 15 de septiembre. Entonces Pedro, Daniel el Mochuelo y hasta Germán el Tiñoso –que no se había despeñado, como aseguraba Delibes– cogían sus bártulos, se despedían de las medusas, las olas y hasta de las mierdas secas y ponían rumbo al colegio para, en el día mañana, ser adultos que recordaran con una sonrisa su infancia.