Tras la marcha de los famosos monos, nuestros homínidos malaguitas están haciendo desaparecer las esculturas reinaguradas en 2009 de Marino Amaya.
Ayer en esta sección comentábamos la posibilidad de que los borricos que cocean nuestro patrimonio tuvieran el dudoso honor de aparecer en una lista pública, para ver si con esta exhibición impúdica se lo pensaban dos veces antes de volver a las burradas.
Claro que de todo hay en la viña, y no sería extraño que algunos de estos organismos pluricelulares incluso compitieran por salir, año tras año, en esta simbólica picota malaguita. En su burricie, lo considerarían una especie de honor. Ser el bípedo más mulo de Málaga no dejaría de ser para algunos algo de lo que presumir.
Lo que está claro es que, si el Ayuntamiento no gastara parte del dinero de todos en reponer lo que destrozan estos cazurros, en un par de décadas habría desaparecido la inmensa mayoría de esculturas y monumentos de pequeño y mediano tamaño de Málaga, pero también algunos de enorme valor y considerable tamaño como la apedreada fuente de Génova de la plaza de la Constitución.
El ejemplo más claro de desaparición paulatina lo tenemos en el antiguo Jardín de los Monos, en la Victoria. Desaparecidos los monos en los años 60 del siglo pasado, no lo han hecho las prácticas simiescas, que se han volcado en destrozar las bonitas esculturas de Marino Amaya, presentes en este rincón de Málaga desde 1963.
Hace algunos años, en 2009, el artista, fallecido en 2014, reinaguraba ocho de las diez esculturas originales, pues por entonces sólo dos no había sido sisadas o dañadas.
El escultor bromeó sobre esta segunda inauguración en 45 años, en la que estuvo acompañado por Francisco de la Torre. Toda una satisfacción para el artista pero siete años después de este feliz evento, el ciclo de la destrucción está evidentemente en marcha en el Jardín de la Victoria y da la impresión de que incluso se ha acelerado. Porque este catálogo escultórico de juegos infantiles resulta cada año más incomprensible y así, no es probable que una niña pase unos momentos inolvidables mientras juega con lo que parece un asa rota. En realidad, la pequeña empujaba un aro, arrancado de cuajo por algún mandril.
Hay otras obras en las que también intuimos la ausencia, como ese niña que mira cariacontecida un diábolo que tiene en el suelo, cuando tenía que estar con los palillos y la cuerda disfrutando como una mica.
De tres de las esculturas sólo nos quedan los pedestales y si acaso, el arranque, nunca mejor dicho, de unos piececitos infantiles.
Ya me dirán si dentro de cuatro décadas, cuando se reinauguren las esculturas de Marino Amaya, la ciudad no llevará su buen par de décadas con una colección de pedestales vacíos.
Se fueron los monos del jardín victoriano pero continúan, en plena forma, nuestros homínidos, muy probablemente orgullosos de aparecer en una lista pública de cabestros. Desprecio y alfalfa para ellos.