El dichoso charquito del Rectorado, más pertinaz que la sequía, es la metafórica presencia de una Málaga fenicia, exótica y peninsular entre nosotros
Málaga en el Mundo Antiguo debió de ser como el Balneario de la Toja: agua a raudales. Los problemas con los que se enfrentaron las autoridades durante el Siglo de Oro y siguientes para atajar los desbordamientos de ríos, arroyos y torrenteras y el hecho de que la calle Victoria fuera en los orígenes un serpenteante cauce con más peligro que la mona Chita con navaja, nos da una idea de lo que pudo ser nuestra ciudad en tiempos todavía más pretéritos.
De esas inundaciones cíclicas o repentinas quedaron, además de demasiados malagueños criando malvas y puentes para el recuerdo, toneladas de limo procedentes de los Montes de Málaga que dieron lugar a fértiles huertas repartidas por toda la ciudad que todavía en nuestros días dan nombre a rincones y barrios de Málaga. No todo iban a ser desgracias.
De ese ir y venir del agua a lo largo de los siglos nos ha quedado la costumbre ya secular de no atajar el problema del río Guadalmedina: recuerden que, en lugar de aportar de una vez una solución hidrológica, el último concurso institucional sobre el río, celebrado en 2012, trató de las mil y un maneras de adornar el cauce, lo que sólo ha legado para la posteridad una catarata de hermosos montajes o cómo empezar el río por el tejado.
Esta música acuática, como la que durante un tiempo se ha escuchado al cruzar el túnel en el Parque del Oeste, se debe por la fijación que el firmante tiene por el charquito del Rectorado, rebautizado por un servidor como el charquito milenario. Como explicamos en una crónica anterior, la retirada de una arqueológica cabina de teléfonos ha sido, a un nivel mucho más modesto, como el derribo de la Casa de la Cultura: permite apreciar este, para la mayoría, inapreciable yacimiento arqueológico hecho agua.
Porque, quién nos dice que este modesto charco, que surge como por encanto de una esquina del Rectorado cuando le da la real gana, no hunde sus raíces en un nivel freático más antiguo que los gorros de papel y la propia ciudad. Recordemos que en el Rectorado, la vieja sede de Correos, se encuentran los restos de la muralla fenicia que protegía esa peninsulita que salía del Monte Gibralfaro y la actual Alcazaba, con la zona de la Catedral como punta de lanza.
Así que aquí tenemos el metafórico vestigio de una Málaga marinera más que milenaria que se niega a desaparecer. Los siglos han cambiado el perfil de la ciudad; el Puerto, reconvertido en oasis para cruceristas, queda ahora mucho más atrás, delante de una muralla de árboles gigantes, muchos de ellos exóticos, nunca atisbados por fenicio alguno, pero aquí sigue esta agüita pertinaz, como la pertinaz sequía, para recordarnos eso que les encanta soltar a los arquitectos y a los concejales del ramo: la trama urbana y en este caso, una trama que como la de las mejores series de televisión, se vuelve intrincada y misteriosa. Surge cuando menos se la espera de la espuma de los siglos.
Recuerdo, hace de esto bastante tiempo, un gran caño de agua “salvaje” que brotó (con rabia digna de algún que otro vándalo al uso) donde la calle Santa María desemboca en Molina Larios. Eran otros tiempos (aún vivía paco pantanos, si la memoria no me la juega) y el personal no veía con buenos ojos ese despilfarro. La razón fueron unas obras en la calle que se descontrolaron un tanto.
Como digo, si no mal recuerdo.