En días plomizos como ayer, en los que no se sabía si el tiempo subía o bajaba la escalera –como el tópico asegura de algunos gallegos– el Parque recuperaba los fulgores semitropicales que le vieron nacer.
A las 9 de la mañana, cubierto por un cielo de inminente tormenta que finalmente no descargó, ofrecía una mezcolanza única de árboles de latitudes exóticas junto con encinas con las que Zeus bien podría forjarse un ciclópeo portarrayos y pinos canarios que seguían retando a los cielos.
El Parque es único, aunque la mayoría de los malagueños se contenta con verlo pasar desde el coche mientras atraviesa el Paseo del Parque o el Paseo de los Curas. En los últimos tiempos también sirve de telón de fondo del Muelle Uno, una acertada barrera vegetal que aminora la sinrazón del urbanismo malaguita, simbolizada en el medio siglo que ahora cumple el cinematográfico hotel Málaga Palacio y en el bloque ilegal de los Campos Elíseos.
El Parque es único pero pasó de moda. Y sin embargo, hollar los paseos de tierra acompañado por plataneros gigantes, bauhinias mitológicas y hermosos tulíperos del Gabón, aunque sólo sea unos minutos, es una de las mejores terapias para sobrellevar estos tiempos inciertos en los que el prestigio de los políticos hay que localizarlo por debajo del nivel freático.
Y el Parque, además de prodigios botánicos, nos regala detalles inusuales. Por ejemplo, si se dan una vuelta por el recinto musical Eduardo Ocón comprobarán que los paneles blancos que abrazan el escenario terminan siendo pasto de grafiteros sin escrúpulos y lo que es peor, sin ingenio. En ellos suelen abundar los símbolos fálicos y las inscripciones garrulas y el Ayuntamiento, como la mancha de sangre del fantasma de Canterville, los limpia pero al poco tiempo reaparecen.
Tanto es el pintarrajeo y el volver a frotar que algunos paneles recuerdan, y quién sabe si homenajean, al famoso Mural de Pollock que estos días se exhibe en el Museo Picasso.
Luego hay detalles que te vuelven a convertir en un infante, como el burro Platero esculpido por Jaime Pimentel, con ese lomo casi blanquecino que evidencia que miles de niños se han montado (nos hemos montado) en él.
Pero para hablar de detalles que escapan a la vista, uno de los más curiosos se encuentra en un parterre, resguardado por una vegetación que bien podría encontrarse en la isla de Sumatra. Se trata de una zona a la espalda de la fuente de la Ninfa de la Caracola –adquirida en el XIX por José María de Sancha– y que hace unos años fue completada y restaurada por los técnicos municipales gracias a antiguas postales de comienzos del XX.
En este rincón del Parque, entre la espesura, nos topamos con una gran bloque cuadrado de piedra y en la parte superior, ¿el arranque de alguna columna o escultura? ¿Qué objeto sustentó y hoy es sólo aire? Misterios de los días plomizos.