El monte está aceptablemente limpio, con la excepción de la cima, en la que algunos seres antropoides se han dedicado a pintarrajear las piedras.
En los años 50 el padre José Pablo Tejera, un joven sacerdote jesuita colocó en la cima del Monte San Antón una cruz de madera.
Aficionado al montañismo, acudía con los alumnos al monte siempre que podía y con el tiempo este jesuita siempre activo fue uno de los principales propagadores del movimiento scout en Andalucía.
Una calle con un panel de cerámica en la que el jesuita sevillano sonríe con su pañoleta scout, en el San Antón, recuerda la vinculación del padre Tejera con el montañismo y el movimiento scout.
Todavía en nuestros días, al menos una vez al año, cuando llega su cumpleaños, en enero, sube al San Antón, cercano ya a los 90 años, acompañado por un grupo de exalumnos.
La cruz, por cierto, ha ido variando. Han sido unos cuantos los modelos que han sustituido a la de madera, de la que sólo queda la base, en todo lo alto del monte. En la actualidad, una cruz de acero corona la cima, como desde hace pocos años corona otra cruz similar el Monte Coronado, de cuya ascensión hablaremos en otra crónica uno de estos días.
El Monte San Antón es un superviviente. Durante los años más frívolos del boom del ladrillo, un servidor temió que terminara colonizado por chalets, a medida que las obras se iban aproximando más y más al arranque de la montaña. No llegó la sangre al río –o al vecino arroyo Jaboneros– y hoy sigue siendo lo que aspira desde hace décadas el Monte Gibralfaro: un oasis de paz relativamente limpio.
Ayer, lunes de Pascua, subían rumbo a la cima, tras los renqueantes caminos –con tantos tramos sin aceras– de la urbanización de Pinares de San Antón estudiantes extranjeros de español y visitantes. Se toparon con un monte limpio, florecido y la única nota discordante hubo que darla, una vez más, en la cima. Porque uno o varios mamíferos ungulados han dejado para la posteridad unas pintadas que hasta Bansky expulsaría de su casa.
Y como es imposible que a esas alturas llegue el cuidado municipal, sólo hay que cruzar los dedos y confiar en que los implacables rayos de sol vayan eliminando, poco a poco, la horterada ególatra, estas absurdas pinturas de guerra, pues nada hay de especial en coronar la cima, como miles de personas desde hace siglos, así que no hay excusa conmemorativa para guarrear la piedra.
Consuelan del estropicio las vistas. Al fondo, los criaderos de mejillones como ejércitos metálicos varados en el mar y enmarcando la costa, a un lado la torre de la inamovible fábrica de cemento y al otro las grúas del Puerto, con la Sierra de Mijas al fondo.
Y detrás de la cruz del padre Tejera la felicidad de comprobar que los Montes de Málaga están más que listos para disfrutarlos en primavera. Con horizontes así, las pinturas de guerra de estos mamelucos desaparecen de la memoria.
Para la reflexión: ¿La cruz en la cumbre no cuenta como acto propio de uno o varios mamíferos ungulados dejado para la posteridad?