Amanecer céltico en la Málaga de Finisterre

28 Jul

Ayer la capital de la Costa del Sol estuvo devorada por la bruma galaica y se transformó en un Finisterre vecino de criaturas fantásticas

Desde que al tiempo los periodistas lo rebautizamos como climatología o meteorología, quizás para darnos más importancia pese a la metedura de pata, parece a su vez haberse elevado de categoría.

Si se fijan, en la mayoría de televisiones el tiempo cuenta con apartado propio y no faltan ni fotos de los lectores ni recreaciones informáticas que dejan en pañales a la enrevesada saga de Matrix. Nada que ver con los escuetos mapas que exhibía Mariano Medina, el primer hombre del tiempo de la televisión, y que hoy nos pueden recordar, por su simplicidad, el juego del burro al que había que colocarle la cola –el sistema técnico de adherencia de los soles y lluvias tampoco variaba tanto–.

El amanecer de ayer fue uno de esos días en los que los malagueños habrían podido colapsar con miles de fotos los espacios dedicados al tiempo porque disfrutamos, en la capital de la Costa del Sol, de un amanecer céltico o por lo menos, mucho más propio del Finisterre anterior al Descubrimiento de América. Porque con anterioridad a que Colón confundiera las islas del Caribe con la India y bajara la nota del informe Pisa, el Océano Atlántico era más que nunca un mar tenebroso cuajado de criaturas tan legendarias como feroces bestias marinas o dirigentes cuerdos de CIU.

Y sí, ayer en la Málaga céltica invadida por la bruma daba la impresión de que del Mar de Alborán –una gasa blanca gigante– iban a surgir ballenas con barbas vikingas, sirenas de voces embriagadoras o incluso Artur Mas declarando que ninguna comunidad autónoma es superior a otra salvo en una vida anterior (anterior a la Revolución Francesa).

En cuanto al Monte San Antón, ni siquiera llegaba a la categoría de viso o cerro, horadado por el bocado de la niebla mientras que los Jardines de Puerta Oscura eran lo más parecido al planeta helado de El Imperio Contraataca, veteado, eso sí, por las amenazantes sombras de las jacarandas.

También el político malagueño más famoso de todos los tiempos, don Antonio Cánovas, aparecía engullido por la espesura brumosa y daba la sensación de que en cualquier momento toda la ciudad de Málaga podía elevarse unos metros en el aire, como Castroforte de Baralla, la ciudad soñada por Torrente Ballester en esa genial saga/fuga de JB.

Invadidos por regla general por el sol, los malagueños nos sentimos ayer un poco gallegos, comprobamos el ambiente del que surgen las leyendas, las meigas y las criaturas salidas de la pluma de Álvaro Cunqueiro. Entendimos cómo era vivir en el último lugar de la Tierra conocida. No en la Costa del Sol sino en la Costa da Morte, en la que se hace pie con más dificultad.

No está mal ponerse en el lugar del otro. Es hasta enriquecedor pero muchos de los enriquecidos por esta climática experiencia galaica quizás concluyan que con un par de veces ya es suficiente.

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