A primera hora de la mañana este parque salvado de la presión inmobiliaria presenta un aspecto de notable alto con la excepción del reducto botellonero
La ardilla asoma la cabeza por las rejas con mucha mejor disposición que una tonadillera. Será el reloj biológico, que le anuncia que son las 8 de la mañana, hora de apertura del parque del Morlaco. El firmante llega a las 8 y 5 y las puertas ya están abiertas por la entrada del Camino de la Desviación, así que desconoce si la puerta la abre un funcionario municipal, un vecino que tiene la llave o si se abre por telepatía jedi.
El caso es que el milagro está una vez más ahí: en pleno apogeo (en Málaga habría que decir merdelloneo) del ladrillo, el parque del Morlaco se salvó. Es la prueba de que, cuando quieren, nuestros políticos pueden refrenar sus desvaríos.
Una parte importante del parque acoge dos parques caninos, pero la verdad es que todos los perros observados durante el paseo mañanero de ayer trotaban por otras sendas y la mayoría sin correa. Y aunque este parque tiene senderos que se bifurcan, como le gustaba a Borges, cualquier camino terminará llevándote a los tres bebederos para animales, esta vez con agua, pues más de una vez La Opinión ha recogido las quejas de los usuarios por la sequía que exhibían. Es más, el agua de los bebederos, cuando rebosa, termina en una agradecida cuneta en la que se mantienen en buena forma un número muy alto de palmeras arropadas por los pinos.
El parque exhibe también un profundo hondilón del que da la impresión que va a salir Don Quijote contando maravillas. Es una de las huellas de las antiguas minas de yeso de toda esta zona del Morlaco: tres llegaron a funcionar entre 1800 y 1960 según recordaba hace unos años uno de los vecinos que más sabe del barrio, Rafael Cueto. Por cierto que en una de las minas había dos lagos subterráneos. Maravillas dignas de Julio Verne. Y digno de toda persona con tiempo libre y buenas piernas es el paseo que circunda el parque y que se asoma a paisajes que recuerdan a las Baleares: rocas, pinos y el mar al fondo, aunque sin tantos alemanes.
Lo único que desgracia de verdad este panorama idílico –pues por otra parte el número de pintadas vandálicas es reducido– es una esquina con bancos en la que se agolpan las evidencias de la juerga etílica. Es el rincón de los botelloneros, criaturas tribales que cuando terminan de saciar la sed de experiencias beodas suelen lanzar las botellas cerro abajo, así que si uno se asoma verá una ristra preocupante de bolsas y botellas despanzurradas en este enclave bucólico.
Igual que los romanos usaban la roca Tarpeya para empujar a los condenados por graves crímenes los botelloneros tienen aquí su particular roca para despeñar la educación y la inteligencia. Si algún día el Ayuntamiento se plantea limpiar esta zona del parque necesitará, más que escobas, guantes, cuerdas y cascos: Alpinismo de limpieza. Hasta las ardillas evitan esta parte. Es la única pega seria de este parque que, sorprendentemente, no terminó convertido en una prieta promoción de adosados.