Pocas diferencias entre la lluvia y la fiebre amarilla

12 Nov

La escenificación del malagueño ante la lluvia parece una comedia de José Luis López Vázquez y Agustín González, con exceso de gestos en casi todas las tomas

Con muchos fastos se ha celebrado este año el cuarto de siglo de la película Amanece que no es poco, de Jose Luis Cuerda, la plasmación en la gran pantalla de un tipo de humor español que hunde sus raíces en revistas como La Cordoniz o más antiguas como Gutiérrez y que tanto le debe a Jardiel Poncela, Tip o Mihura.

Una de las escenas más célebres es aquella en la que Ngue, un hombre negro que lleva 40 años viviendo con sus tíos blancos, se topa con su tío en la escalera. Este, al verlo, exclama asustado: «¡Coño, el negro!», y sale escopetado escaleras abajo.

El sobrino, enfadado, va a ver a su tía y le pregunta cuándo se acostumbrará su marido a verlo en la casa después de 40 años viviendo juntos. A lo que la tía, que interpreta Chus Lampreave, responde: «Pues a su edad, si no lo ha aceptado es que ya no lo acepta, para qué nos vamos a engañar».

Los malagueños parecen tener esa sensación de sorpresa continua pero con la lluvia.

A pesar de que nos acompaña, bien es cierto que de higos a brevas, desde la fundación de la ciudad hace unos 2.600 años, continúa siendo para nosotros una sorpresa perpetua. Una reacción que a los españoles del norte, acostumbrados a convivir con ella, les arranca muchas sonrisas.

Cuando llueve, no importa si mucho o poco, las carreteras de Málaga merman de tamaño, los coches rebosan y los peatones desaparecen con la misma urgencia que quien escucha una alarma antiaérea.

La lluvia en Málaga tiene algo de fingido fin del mundo, una representación teatral marcada por el exceso gestual de los actores, como en una comedia de José Luis López Vázquez y Agustín González.

No es de extrañar, por tanto, que ayer, a las 9 de la mañana, el único ser humano que paseaba por el Parque fuera un servidor y por necesidades de trabajo. En la capital de la Costa del Sol hay muy pocas diferencias, en lo que a reacción del personal se refiere, entre la lluvia y la fiebre amarilla que azotó la ciudad a comienzos del XIX.

Y eso que pasear por el Parque bajo la lluvia es una experiencia maravillosa. El fragor del tráfico queda ahogado por el ruido de las gotas sobre millones de hojas y esta zona verde subtropical, solitaria y salpicada de monumentos recién lavados, parece entroncar más que nunca con un bosque de la Prehistoria.

Ahí está el burrito creado por Jaime Pimentel, rodeado por un gran charco y sin un niño que echarse al lomo; la gigantesca araucaria que da la impresión de querer horadar con su copa el cielo de nubes negras o la glorieta del Fiestero, convertida en una laguna finlandesa, imposible de cruzar a pie. Y en el lugar que ocupaba la fuente de Génova, la fuente que la sustituye, repleta de verdín y de burbujas de vida. Un espectáculo del que nadie disfruta. Llueve en Málaga y aquí es como si una campana en el interior de cada malagueño tocara a rebato para defenderse o escapar. No nos engañemos, si tras 27 siglos no aceptamos la lluvia es que ya no la vamos a aceptar.

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