Separados por cerca de 1.900 años, el pensador romano y el viajero británico Joseph Carter sacaron conclusiones que se complementan
Hace unos meses un amable lector, que no quiso dar su nombre, regaló por medio de otra persona al firmante una bonita edición de Sobre la República de Cicerón, en la que este recrea una animada velada en las afueras de Roma con Escipión y sus amigos hablando de política con elegancia, buenos modales y sin levantar la voz –es decir, que por la villa no asomó la escuela tertuliana de Pilar Rahola–.
Al hablar del emplazamiento de Roma, Escipión alaba el que no se encuentre próxima al mar. Lo curioso es que, a su juicio, las ciudades marítimas «padecen cierta corrupción e inestabilidad de costumbres». Ciceron, por boca de Escipión, reprocha que las ciudades asomadas al mar queden «perturbadas por nuevas maneras de hablar y de pensar, e importan, no sólo mercancías exóticas, sino también costumbres exóticas», así que no puede permanecer incólume «la educación tradicional».
Por si no fuera suficiente, Escipión achaca a las ciudades asomadas al mar «atractivos de concupiscencia lujosa y desidiosa», que suena igual que un informe sobre la película Gilda redactado por la censura española.
Lo llamativo de esta reflexión es que las consecuencias de ser una ciudad marítima, como alertaba Cicerón, pudieron comprobarse en Málaga de forma notoria 1.900 años más tarde.
Alguna vez hemos mencionado al británico Francis Carter, el autor del Viaje de Gibraltar a Málaga, realizado entre 1772 y 1777. Arribó el inglés a nuestra ciudad en un momento de gran ebullición comercial, cuando Málaga se desperezaba de una existencia secular bastante anónima y se preparaba para presentarse en sociedad.
Recordaba Carter que como el tráfico comercial crecía «y sus economías van a más», cada malagueño «pugna y rivaliza con su vecino en ostentación y despilfarro», de tal forma que en esa sociedad tan clasista cada estamento se esforzaba «por alcanzar y mantener una clase social superior a la suya». Los mecánicos querían parecerse a los tenderos y estos a los comerciantes, mientras que los dueños de los comercios trataban de imitar a los nobles.
Esa revolución comercial y de costumbres tuvo lugar en Málaga en el último tercio del XVIII, pues desde 1765 el puerto de la ciudad estaba autorizado a comerciar con el Caribe y en los años siguientes lo estaría con el resto de América. La importante llegada de extranjeros trajo la renovación de los gustos malaguitas: «La clásica moda española de vestir de negro se cambia por los chillones encajes de Francia (…) las seguidillas y los fandangos se han cambiado por baladas inglesas», observa Carter.
Lo que Cicerón, por boca de Escipión, reprochaba a las ciudades marítimas se produjo en Málaga de forma notable en esos años del Siglo de las Luces. Visto el desarrollo posterior de la ciudad, no nos ha ido tan mal estando asomados al mar de Alborán. La concupiscencia marítima trajo prosperidad y forjó la Málaga que conocemos.