Málaga sigue con la querencia al coche privado como amarrada a un rencor, un tic provinciano basado en el trasnochado prestigio social, entre otros factores
El pasado jueves supimos por La Opinión que Málaga prácticamente lidera la cola de las ciudades europeas que menos utiliza el transporte público. Como consuelo, hay nueve ciudades (de un total de 73) que se encuentran en un puesto más lamentable que la capital de la Costa del Sol. Mal de muchos…
Por contra, los parisinos son los que más usan el transporte público y también encabezan la lista de quienes lo hacen con más frecuencia para ir al trabajo. En Málaga, el 57% de malagueños se sube a un autobús como mínimo una vez al mes (el resto ni lo mira), mientras que sólo un raquítico 18% lo emplea para ir al trabajo.
Entre quienes menos lo usan se encuentran, por supuesto, nuestros políticos. Es rarísimo ver a alguno de nuestros representantes públicos subido en algún ejemplar de la EMT como no sea para inaugurarlo.
Alguna vez el autor de estas líneas se lo ha planteado a concejales de diferentes partidos y la mayoría ha acabado admitiendo que no es nada práctico para su trajín diario. El excalcalde Pedro Aparicio sí que es un asiduo del autobús pero ya no ocupa un cargo público, así que el ejemplo no vale, aunque como ejemplo se agradezca.
¿Cambiará esta tendencia cuando la mitad de la ciudad esté conectada por metro? Ojalá. Mientras tanto, los malagueños parece que tenemos metido en nuestro ADN la rancia creencia de que el coche particular sigue siendo un signo de prestigio social.
Pasan los años y todavía son muchos los malagueños que directamente se niegan a utilizar el transporte de la plebe, un punto de vista completamente provinciano y trasnochado que ya no se ve en otras grandes ciudades.
Dando por hecho que la orografía de Málaga es ciertamente puñetera y que uno no puede confiar en el transporte público para acudir al trabajo con puntualidad, por ejemplo en el Centro, si vive en Olías, el Cerrado de Calderón, Campanillas, Soliva y otros muchos barrios, el que sólo un 18% de malagueños se apunte al autobús para ir al trabajo esconde la arraigada concepción cateta del coche como prueba de un estatus socioeconómico.
Esa exhibición social conlleva un derroche energético y unos índices de contaminación absurdos, propiciados por tantos malaguitas que acuden solos en coche al trabajo o que no creen que su persona merezca hacer uso del transporte de masas.
Confiemos en que el metro mejore este desolador panorama. En Madrid, sin ir más lejos –claro que con una red de transporte público muchísimo más tupida– el coche cada vez se ve más como un estorbo. Puede que alguna década próxima Málaga llegue a esa misma percepción y caiga en la cuenta de la utilidad e idoneidad ecológica del transporte público.
Mientras, no vendría mal que nuestros políticos también se desprendieran de su propia percepción del prestigioso cargo que ocupan, dieran más ejemplo y estrenaran un día de estos su inmaculado bonobús. Y por favor, hacerlo solo en campaña electoral no cuela.