
El cementerio de Churriana esconde una historia corroborada por los vecinos más antiguos de un popular sujeto que solía dormir la mona en un nicho
Existe entre muchos malagueños una aversión por los cementerios que es casi la misma que sienten por los arácnidos y, últimamente, por los políticos y en general toda persona que emplea el execrable verbo «poner en valor».
Y sin embargo, admitiendo que no es un lugar comparable con un parque de atracciones, basta darse una vuelta por ellos para toparnos con historias curiosísimas, como las que conserva el pequeño cementerio de Churriana.
El de los churrianeros es un camposanto de pueblo, de pequeñas dimensiones pero inmaculado, lleno de flores y anécdotas. Una pequeña cruz, nada más franquear la puerta de hierro, nos recuerda a su primera inquilina, la señora Doña Juana Klemenchich de Bernardis, natural de Trieste, que murió en 1813 a los 33 años.
Justo detrás tenemos el único oratorio del cementerio, el de la familia Navarro Navajas, rematado por una espadaña con su correspondiente campana y la cruz.
Otros inquilinos famosos del cementerio son los señores Bill y Anne Davis, que murieron con un día de diferencia en 1985. Los Davis son conocidos por haber sido los dueños de La Cónsula y los anfitriones de Ernest Hemingway, uno de esos autores cuya personalidad está logrando eclipsar su vasta obra. Los Davis descansan junto a la señora Fernanda Cobos, gobernanta de La Cónsula, fallecida poco después, que quiso estar al lado de las personas con las que trabajó.
Pero lo que mejor conserva este precioso camposanto es la historia de un hombre apodado El Tiso, que muy bien podría ser el protagonista de un cuento de Stevenson o de Gogol.
El Tiso, que vivió allá por los albores del siglo XX, era un churrianero muy dado a la inmersión alcohólica, hasta el punto de que tenía por costumbre dormir la mona en cualquier nicho vacío del cementerio, siempre con la cabeza dando al exterior.
En una de esas cogorzas olímpicas estaba cuando le despertó, en plena noche cerrada, el ruido de una conversación. Parece que escuchó algo así como: «Esto nos lo repartimos los tres». Se trataba de tres rufianes que iban a dar cuenta de algo que habían robado.
El Tiso, entre las brumas alcohólicas, hizo entonces la pregunta del millón con voz cavernosa: «¿Y para mí no hay ná?». Al oír esta voz, literalmente de ultratumba, los ladrones salieron por patas no sin antes dejarse por el camino unos cuantos alaridos de terror.
Al bajar El Tiso del nicho, con una resaca de campeonato, se topó con un cerro de billetes y dinero. Los ladrones, al tomar las de Villadiego, se habían dejado todo el montante de su jornada laboral.
Cuentan los churrianeros que El Tiso, con ese hallazgo inesperado, se compró una casa en el pueblo. Los vecinos se sorprendieron porque el nuevo propietario tenía fama legendaria de trabajar menos que los Reyes Magos, así que no se explicaban de dónde había sacado el maldito parné. El Tiso daba la callada por respuesta pero, una noche, al único usuario vivo del cementerio se le fue la lengua agarrado a la barra de la taberna… y confesó su hazaña.
Buenísimo. Uno que previó los recortes actuales, el sueño eterno convertido,por tanta austeridad, en sueño intermitente.