Los dos grandes edificios de ladrillo del XIX de esta calle han seguido un destino dispar. El número 7 está felizmente restaurado y el 5 en plena decrepitud
La Alameda Colón en buena parte de su vida ha sido una vía de escape del tráfico, una de esas calles pensadas para el conductor, sin que otros factores importaran mucho.
Colón es homenajeado en Málaga en esta vía ruidosa que une la Alameda Principal con el Muelle de Heredia. A comienzos del siglo XIX tenía el nombre de Alameda del Espigón, en unos tiempos en los que las alamedas tenían auténticos alamos. Esa sensación de avenida rauda y corta quiso atenuarse con hileras de palmeras que humanizaran algo la calle; de paso, ayudaron a tapar ejemplos aislados pero muy interesantes de arquitectura basura.
En todo caso, la Alameda de Colón ha sido famosa durante largos años por albergar en su seno la mayor concentración de coches en doble fila de Andalucía y parte del extranjero, de ahí que la sensación de peatones y conductores fuera doble: la de atravesar una ruidosa gymkhana y la de querer salir de ella cuanto antes.
Y sin embargo, en esta alameda sin álamos hay dos preciosos edificios que, si no hermanos, sí que parecen parientes. Se trata de los números 5 y 7, hacen esquina cada uno con la calle Vendeja y comparten muchos lazos de familia: son del XIX y en ellos impera el ladrillo visto y los balcones de hierro fundido.
Además, fueron hechos por arquitectos municipales de la época, el número 5 por Cirilo Salinas y el número 7 por Diego Clavero. El currículo de ambos no es para despreciar. El primero de ellos tiene en su haber obras como la iglesia de la Trinidad y el Mesón de San Rafael de Puerta Nueva, mientras que de Diego Clavero es el pasaje de Chinitas y la antigua casa del guarda del Cementerio Inglés. Como se ve, cosas sin importancia.
Estos dos gigantes de ladrillo han seguido destinos muy diferentes, pese a compartir el mismo espacio desde que estos andurriales eran surcados por diligencias y caballistas.
El número 7 ha tenido una esplendorosa restauración. Rematado por dos cuerpos en los extremos, parece un homenaje a las torretas vigias con las que se oteaba el horizonte en busca de los barcos. Sus cierros y balcones de herrajes artísticos son un regalo para la vista.
No comparte la misma suerte el edificio número 5, el de Cirilo Salinas. Alguna vez en este periódico hemos mostrado la foto de su parte trasera, la que da a la calle San Lorenzo, en la que se aprecia cómo con las dosis adecuadas de abandono un edificio puede convertirse en un jardín vertical.
Preocupantes ramas del grosor de una liana surgen de esta pared enladrillada y amenazan con cargarse los balcones. En cualquier ranura hay amagos de jardín botánico mientras que por las ventanas ovaladas de las alturas, hechas trizas, entran y salen las palomas. El ladrillo parece en algunos tramos descarnado, como si un rachón de viento se hubiera llevado los materiales bien lejos.
La Alameda de Colón recuperaría buena parte de su perdida belleza, tan cegada por el tráfico, cuando estos dos notables edificios luzcan a la par. La mitad del trabajo ya está hecho.