Ayer hicimos un viaje de más de 160 años para llegar al corazón de la Málaga industrial, un momento de la historia de nuestra ciudad que ha sido acribillada por los tópicos y un ejército de lugares comunes que la han convertido, en muchos casos, en una cantinela muy cansina.
Y eso que era una ciudad que bullía de vida, en la que se abría un desfiladero entre las clases sociales que, en ocasiones, sólo podía saltarse con algo de educación. Y si no, vean una oferta muy común en 1849 y siguientes, pues se buscaban dos personas con garantías «de buen proceder, que sepan escribir muy bien y con ortografía», a quienes se les dará salario, casa y manutención, «con la obligación de hacer ciertos servicios domésticos». Además de estos requisitos, los candidatos a criado debían tener más de 20 años «y estar decentemente vestidos».
Un salto mucho más amplio por el desfiladero de las clases sociales era el colocarse en algunas de las muchas casas de comercio que existían en Málaga. Un candidato se anunciaba en el periódico destacando que poseía con perfección «los caracteres de letra española e inglesa» (otra cosa es que las entendiera, sobre todo la segunda), además de poseer conocimientos en aritmética «y buena ortografía».
También había a diario anuncios de mujeres jóvenes que se ofrecían como ama de cría, en los que se especificaban los meses que llevaban con leche.
Ya vimos ayer que era una ciudad plagada de diligencias y sobre todo de barcos que recorrían toda Europa o cruzaban el Charco rumbo a las colonias o a Estados Unidos. Rasgos de ese cosmopolitismo pueden seguirse en el anuncio de un café de la plaza de la Constitución, que informa de que hay venta de Rom (sic) de Jamaica legítimo por arrobas y embotellado o la extraña composición que estaba a la venta: «Un hermoso marisco adornado con ocho pájaros americanos disecados en su correspondiente urna». Esta proeza del mal gusto (del nuevo rico, germen de nuestro merdellón malagueño) podía visitarse, precisaba el diario, de 10 a 2 y de 4 a 7 en Santo Domingo, 77.
Era una sociedad pujante, con enormes desigualdades, en la que pervivían profesiones de largo recorrido y ecos de siglos pasados como la de barbero. Sin ir más lejos, en el Pasillo de Guimbarda, 15 se solicitaba un oficial de barbería que supiera afeitar pero también sangrar y sacar muelas. Y lo de sangrar estaba a la orden del día, como lo demuestra este inquietante anuncio de un almacén: «Sanguijuelas superiores, que se le expenden por mayor y menor a precios arreglados».
Y también se anunciaban los pobres de solemnidad y si no, lean este anuncio de 1851, en el que «un pobre baldado» que vive en los Callejones del barrio Perchel, 21, «destituido de todo medio de subsistencia, implora la caridad de las personas que puedan socorrerle en su infelicidad».
Y era sí, una ciudad de fábricas y tabernas pero librerías, escasas, con baratillos como en la calle Nueva donde se vendían libros de saldo. Tenía razón Cánovas del Castillo cuando decía que, en esa época, las únicas letras que se manejaban en Málaga eran las letras de cambio. En algo hemos mejorado.