Para los que no sepan cómo será un futuro apocalíptico, un horizonte en el que sólo nos queda la inquietante huella de una borrosa guerra nuclear, no hace falta que echen mano de la literatura. Esa obra maestra que es La carretera no será tan esclarecedora como un domingo lluvioso en Málaga. Olvídense también del cine, de la saga de Mad Max y de esos centros comerciales llenos de zombies. Nada será tan veridico como un día de fiesta con paraguas en la capital de la Costa del Sol.
Lo comentaba este domingo Higinio, mi kiosquero: la sola aparición de una reata de nubes negras en el cielo transforma el carácter de muchos malagueños hasta convertirlos en actores de tragedia griega. Y si comienza a llover, el drama se desencadena y la gente huye a sus casas como si en lugar de una borrasca hubiera entrado la peste negra.
Será, quién sabe, un reflejo genético de nuestra longeva propensión a enlazar una epidemia tras otra, sobre todo en ese inolvidable comienzo de nuestro siglo XIX, unos años tan terribles, que bien pueden titularse como la famosa canción: «Ahí viene la plaga».
Este pánico a la lluvia, esta falta de conexión con un fenómeno que se repite en la ciudad desde que las primeras gotas calaron a los fenicios, empaparon a los romanos, dejaron hechos una sopa los patios de la Alcazaba musulmana y adornaron con charcos la plaza mayor de la Málaga cristiana, es un fenómeno que sólo puede explicarse desde el punto de vista climático-psicológico, y perdonen la pedantería. Si pensamos en el clima, sencillamente somos unos consentidos que no damos valor al sol que más calienta. Dar por hecho que la vida en Málaga será siempre un largo y cálido verano, sin apreciar siquiera este chollo del destino, da como resultado la inseguridad y el desconcierto cuando aparece la lluvia.
De hecho, los malagueños sólo somos conscientes de que lloverá en algún momento de la Semana Santa pero el resto del año hacemos como si no existiera la posibilidad. Cuando aparece en forma de tromba como la del domingo, parece que es nuestro primer día en la Tierra. No de otra forma se explican las peregrinaciones a los puentes del Guadalmedina a ver el agua, y lo mismo hacen familias enteras asomadas a las ruidosas cascadas de los arroyos Jaboneros y Gálica. Hasta un escuadrón de venusianos, de gira por la tierra de Picasso, reaccionaría de una forma más discreta, sin asombrarse por un fenómeno que es mucho más viejo, con perdón, que el cagar agachao.
Y como resultado de esta reacción en cadena, los bares y restaurantes se vacían, por los paseos marítimos sólo pasean deprisa los que se olvidaron el paraguas. Los niños son recluidos en las casas y tienen prohibido abrir las ventanas, se vacían los parques, así como las avenidas y calles más céntricas (sobre todo las de los suelos de mármol) y Málaga entera se pone a buen recaudo de este invitado inesperado. Imaginen si en ciudades como San Sebastián, Oviedo, La Coruña, Estocolmo, Londres, Nueva York o en Cangas de Onís, sus habitantes hicieran lo mismo que los malagueños. Literalmente se extinguiría la vida callejera en buena parte del planeta. Pues eso es lo que hacemos ya caigan 4 gotas o 40. No hay término medio.