El genial Julio Camba escribió Un año en el otro mundo, una recopilación de su trabajo periodístico en Estados Unidos. Como uno no le llega a Julio Camba ni a los zapatos, ha estado únicamente una semana en el otro mundo, sin salir de Nueva York, así que ustedes me permitirán unas breves disquisiciones neoyorquinas, en este duermevela temporal que es el cambio horario.
Para empezar, unas dosis de estímulo local. Nueva York es la capital del mundo, una olla de culturas que nunca llega al punto de ebullición sino que se nos presenta como una sopa fría y refrescante, algo difícil de imaginar en Málaga, donde cualquier mención a la ciudad de la Giralda a muchos ya les produce erupciones cutáneas.
Pero llama la atención el que, capaces como son de llevar a cabo los mayores retos constructivos, de levantar el Empire State en el mismo tiempo en que en Málaga se aprueba la licitación de un centro social (con 100 plantas menos), en Nueva York tengan unas aceras tan pésimas. De hecho, si en la remodelación por el metro de calle Cuarteles se hubieran instalado las aceras de las que hoy mismo disfruta la Quinta Avenida neoyorquina, las protestas vecinales se escucharían en Tailandia.
Y no les faltaría razón a los vecinos porque en Málaga no se concebirían unas aceras hechas con planchas de hormigón, algunas de ellas levantadas, agrietadas y con yacimientos arqueológicos de chicles estampados y renegridos. Pero es que hablar en Estados Unidos de administración pública es como mentar a la bicha. No les descubro América al recordarles que allí impera la iniciativa privada, de ahí que la cosa pública a veces se reduzca a la mínima expresión.
Eso sí, cuando se ponen a construir áreas comunes, lo hacen en serio. Ahí está por ejemplo Central Park, cinco kilómetros de largo de zonas verdes –exclusivamente de zonas de verdes, no como en Málaga–. A este respecto, recordemos que en la Ciudad del Paraíso los dos últimos grandes proyectos de parques han tenido trayectorias muy dispares.
En el caso del Parque del Oeste, el proyecto tenía tantos metros cuadrados de cemento, que durante los siguientes lustros al gasto original ha habido que sumarle algo tan sorprendente como el ajardinamiento de un parque demasiado acementado.
En cuanto al parque de los terrenos de Repsol, ha sufrido una desgraciada involución antes incluso de nacer. En un primer momento nuestros representantes políticos llegaron a hablar de construir un merecido Central Park en la atosigada Carretera de Cádiz, luego cayeron en la cuenta de que había que sacar tajada urbanística a tanto desperdicio de jardines, le restaron 20.000 metros cuadrados y la trastada fue camuflada con el anuncio de que iban a construirse modernísimos rascacielos que nos sacarían del atraso urbanístico, algo que a los neoyorquinos –tan duchos en la arquitectura vertical– jamás se les ocurrió hacer con el Central Park original. Ya ven, sombras y luces de una ciudad con magníficos parques y unas aceras para olvidar.