Como más de una vez ha expresado el aquí firmante, el nacionalismo es –a juicio de un servidor– una ideología reaccionaria y desfasada, dedicada a localizar, cual detector de metales, una cuestionada colección de agravios sobre la que levantar una patria lo más pura y descontaminada posible.
Tan carcas y pasados de moda son sus planteamientos, que cuesta encontrar intelectuales que los defiendan. Otra consecuencia de tan vetusto programa es que la version más primitiva del modelo, el nacionalismo identitario, en ocasiones se compagina con el nacionalismo fiscal, pues en la Europa actual hay mucha más gente preocupada por lo que se deja en impuestos que por los mitos nacionales envueltos en las banderas sagradas.
En España, los políticos nacionalistas han echado mano de la balanza fiscal y puesto que viven en las zonas mas ricas, reclaman una mayor parte del pastel, como si fueran las regiones las que pagan los cuartos y no las personas.
Otro rasgo común es que ninguno se conforma con lo que tiene y, en el caso de alcanzar la ansiada independencia, incluirían de propina una o varias provincias vecinas de su chiringuito identitario, pues todos aspiran a esa edad de oro en la que alcanzaron –en una época en la que no existía la nación en sentido moderno– la más amplia extensión nacional.
Cuando se acercan las elecciones, al menos en España, este rancio sector de las esencias patrias se desnuda y no le duelen prendas en exhibirse como ignorantes señoritos de casino provinciano, esos que miran por encima del hombro al paisanaje forastero. Todo sea por el voto.
Así al menos se ha presentado el presidente catalán Artur Mas, quien en una exhibición de humanismo renacentista que hubiera asombrado a Erasmo, acaba de proclamar que a los niños de Sevilla, Málaga y La Coruña a veces no se les entiende, no como a los niños catalanes.
Ni el protagonista del NO-DO en sus mejores arengas habría sintetizado tan bien el desprecio por quienes no forman parte de la unidad de destino en lo Universal. En este caso, el ninguneo por esa masa balbuceante que mora cerca del Miño y del Guadalquivir y que tan mal vocaliza el castellano.
Mas, en las cotas más bajas de su capacidad intelectual, echa mano del discurso manido y rotundamente falso –desmentido una y otra vez por los lingüistas– de que hay acentos mejores que otros. Un niño de Málaga, por el hecho de hablar el español que se habla en Andalucía, no necesita acudir al logopeda. A Artur Mas, por contra, le urge el afianzamiento de sus conocimientos escolares.
El nacionalismo, en el fondo, es un hombre gritándote en la cara mientras agita una bandera. El griterío, por cierto, es ininteligible.
Al hilo
Quizás en próximos siglos los locutores malagueños dejarán de fingir ese castellano relamido con el que apuntalan la falsa creencia de que, para hablar en público, deben despojarse de su poco entendible acento andaluz.
Con su sonrojante actitud proporcionan argumentos a exaltados como el arriba mencionado.