Cuando todo el monte era orégano, en lugar de urbanizable, las horas de sol guardaban una relación directa con la densidad y altura de los edificios. Antes de que la burbuja inmobiliaria se inflara por cerros, mesetas y páramos desiertos de Toledo había dos Españas inmobiliarias.
La más umbría presentaba un paisaje ordenado y poco amigo de los atosigamientos. La más soleada y en especial el tramo desde el Levante hasta la Andalucía Mediterránea, ofrecía una suerte de Gran Muralla China de las urbanizaciones a lo largo de toda la costa.
Dentro de este Mediterráneo caótico y echado a perder, ciudades de nuestra provincia como Torre del Mar, el Rincón de la Victoria, Málaga, Torremolinos o Fuengirola se llevaban la palma en lo que a cementación y provechamiento del territorio se refería, casi alcanzando a engendros como Benidorm y otras bromas similiares de las costas valenciana y murciana.
La burbuja inmobiliaria, si de algo ha servido, aparte de para despeñar nuestra economía y alargar la cola del paro, ha sido para unir esas dos Españas. La fractura entre estas dos visiones inmobiliarias del país, qué duda cabe, se ha rellenado con una buena paletada de mezcla.
Pero ayer, la niebla pareció reconstruir esas dos formas de planificar España e incluso dio la impresión de catapultar Málaga a latitudes santanderinas, galaicas o quién sabe si más norteñas. De hecho, así comienzan muchas novelas de Conrad, con mucha niebla londinense antes de ser bañadas por el sol del Índico o los Mares del Sur. El Mar de Alborán puede hacer un efecto parecido.
El caso es que ayer, a primera hora de la mañana, nuestra catarata de errores urbanísticos había sido tragada por la niebla. Nada se apreciaba de los bloques construidos dentro del recinto de la antigua Tabacalera; las densidades húerfanas de parques de la Cruz del Humilladero habían sido borradas por las nubes y sólo se apreciaba la cruz que da nombre al barrio, sumida en una inesperada soledad. El caro juguetito acristalado de la Gerencia de Urbanismo había perdido empaque o lo que es lo mismo, las arcas públicas parecían haber recuperado bastantes millones de euros.
La Malagueta se había acercado a su aspecto de las viejas postales y apenas quedaban trazas de una de las operaciones urbanísticas más dañinas de la historia de la ciudad, con el permiso del coliseo de Parque Clavero, que, afortunadamente para la vista, se había mimetizado con el vapor de agua.
Si los políticos indagaran en los misterios del clima darían con una clave sencilla para disimular los próximos horrores que regalarán a las nuevas generaciones. Basta aplicar un poco de niebla artificial y de un plumazo los rascacielos de Repsol serán comidos por la niebla y todo parecerá un gran parque; lo mismo se puede hacer con el hotelazo de Moneo o con esas torres de viviendas planificadas con saña en la Carretera de Cádiz.
La Madre Naturaleza nos da la clave para tapar una gestión urbanística que no tiene remedio, propia de las ciudades montaraces. Hágase la niebla y Málaga será una ciudad umbría pero liberada de bastantes tropelías.