En esta sección vamos a comentar hoy una coincidencia entre un personaje malagueño y la literatura. Aunque sea un poco a toro pasado, debemos hablar del Carnaval, esa fiesta que no termina de despegar del todo y que nunca se ha recuperado de la prohibición durante la dictadura de Franco.
Otra cosa era en los años 30, durante la República, en la que hasta las clases pudientes se apuntaban al cotarro. Uno de los actos más significativos era por cierto el Baile de la Prensa (en nuestros días, sólo los políticos quieren hacer bailar a la prensa, sobre todo si se muestra demasiado independiente).
Serían la falta de televisión, la escasez de entretenimientos y la ausencia más absoluta de iphones, el caso es que el Carnaval de entonces tenía mucho más tirón que el de ahora. De hecho, en esos tiempos se forjó en el imaginario popular una figura legendaria, recogida en numerosas crónicas de la época por sintetizar esa simbiosis perfecta entre majaronez y osadía que tanto se destila en la hoy capital de la Costa del Sol.
Nos referimos a un discreto funcionario, aunque otros le suponían el cargo de empleado de banca. En todo caso era un señor que a lo largo del año ejercía de mosquita muerta y honrado padre de familia. Pero cuando llegaba el Carnaval este hombre más que en un superhéroe carnavalero se transformaba en la esencia de la fiesta y salía de su casa disfrazado de colegial del jardín de infancia, con esa especie de babero (mayormente a cuadros) que todavía lucen muchos niños en los recreos.
Con esta pinta y un trompo, tomaba la Alameda Principal como base de operaciones. Al ver al parvulito se congregaba una multitud haciéndole un círculo y el del babero, animado, comenzaba a gritar que si querían ver cómo jugaba al trompo. Ya se imaginan la respuesta del respetable, así que este ilustre majara liaba el aparato y al agacharse para soltarlo en el suelo de la Alameda, mostraba las joyas de la familia, o lo que es lo mismo, el público constataba que no llevaba ni rastro de ropa interior y las risas estallaban en el aire de febrero.
Impreso en el subconsciente colectivo quedó este personaje y el número del trompo. ¿Su fama traspasó las fronteras provinciales o en muchos otros carnavales el prototipo nació por generación espontánea? Ahí está el meollo de la cuestión.
El caso es que, si ustedes cogen El Carnaval, una de las primeras novelas de Plinio, el guardia municipal de Tomelloso creado por el premio Nadal Francisco García Pavón, se encontrarán con una escena casi idéntica.
La obra está ambientada a mediados de la dictadura de Primo de Rivera. En este caso, la persona que ejecuta el número exhibicionista no va vestido con babero sino que luce toscas ropas de mujer. En todo caso, el proceso es el mismo: «Acuda, acuda el respetable gentío, mozas en particular, y verán cómo baila mi trompo, trompero», señala el personaje. El momento cumbre, claro está, llega cuando el sujeto se agacha a recoger el trompo y el público, incluso unas señoritas que hay asomadas en el balcón, descubren el percal.
¿Casualidad o exportación de un exitoso modelo? Con la cantidad de tesis doctorales plúmbeas que se publican, ya podía algún estudioso investigar esta apasionante episodio de majarones sin fronteras.