Dodge, Ciudad sin ley, es una estupenda película de Michael Curtiz donde como en casi todo el género del western, se traslada la acción a un territorio donde el Estado es débil, la ley no consigue imponerse con garantías y los códigos sociales son primarios y violentos.
Escribir un guion que viaja al lejano oeste permite que en estas películas puedan exhibirse rasgos y actitudes que sólo son asequibles porque se ubican en estas tierras que son la frontera de la civilización. No sólo el cine da cuenta de las posibilidades de desarrollar una historia en un entorno de este tipo, de forma más cruel que en cualquiera de las películas, Cormac McCarthy en Meridiano de sangre o en la Trilogía de la frontera desarrolla narraciones magníficas con la ley del más fuerte como código único.
Es el código del honor. La justicia de autoayuda a la que acudimos cuando no hay un Estado o este se muestra incapaz. El duelo a pleno sol, el asesinato por venganza.
A la luz de Darwin, Crick y Watson y lo que desencadenaron, Hobbes tenía más razón que Rousseau. Ya en Leviatán (1651) con una lucidez extrema, determinaba las causas de una riña en el ser humano: la competencia, la inseguridad y la gloria. Garantizarse la reproducción o alimentos, la supervivencia y la reputación son los motores de la violencia en nuestra especie. Las tesis del filósofo inglés se vieron confirmadas por los científicos que le siguieron.
La ausencia o debilidad de una justicia de Estado producen muertes violentas y agresiones. La criminología asegura que en el origen del efecto pacificador del Estado no está sólo la coerción y la fuerza que el poder público pueda ejercer sobre nosotros, también es causa importante la confianza que inspira en la población. El Leviatán sólo es civilizador cuando los ciudadanos sienten sus leyes como propias.
Son famosas las gráficas de Lawrence Keeley, donde el declive de la violencia es incuestionable. Si bien el trabajo definitivo sobre este asunto es “Los ángeles que llevamos dentro” de Pinker, quien siguiendo las tesis de Norbert Elías liga el descenso de agresiones a dos instituciones fundamentales. Una es el Estado Moderno que es fiable para los ciudadanos y ostenta el monopolio de la violencia. La otra es el comercio de excedentes que genera un juego de suma positiva frente al juego de suma cero que rige la depredación.
Sabemos lo que ocurre cuando desaparece el Estado, lo hemos visto en Irak, en Somalia o en la Alta Edad Media tras la caída de Roma.
Es por esto un juego peligroso que representantes públicos incumplan las leyes. Generará efectos perversos el hecho de que se enarbole un discurso destinado a deslegitimar las instituciones del Estado. Porque si una parte de la ciudadanía deja de creer en ellas, recurre a los códigos de honor y a la justicia de autoayuda: se promueve la violencia.
Es una temeridad llamar a rodear las instituciones y agredir a sus representantes, promover el incumplimiento de las sentencias judiciales o romperlas en shows cuperos. Estas actitudes son una carga de profundidad contra la convivencia pacífica de los ciudadanos y en consecuencia un ataque a sus libertades. Libertades que son una conquista de siglos, pero que pueden perderse en diez minutos en manos de iluminados, o en un par de años de gobierno que, como en aquel fatídico 9 de noviembre, opte por la dejación de funciones.
Los profetas de la desobediencia y del ataque a las instituciones, son agitadores y adalides de la violencia, en Alsasua o en la puerta de Cedaceros.
Recordaré para terminar, como homenaje por su reciente partida, una estrofa de Democracy de Leonard Cohen: Sail on, sail on/ O mighty Ship of State/ to the Shores of Need/ past the Reefs of Greed/ through the Squalls of Hate/ sail on, sail on…