Alucinar en colores

8 Sep
El lago Bled
DESPUÉS DE UN TÓRRIDO VERANO, NADA TAN GRATIFICANTE COMO UN VIAJE POR LA FRESCA Y COLORIDA ESLOVENIA. SE ALUCINA EN COLORES.

Trieste es una triste ciudad en verano, de lúgubre iluminación, llegadas las ocho de la tarde, noche cerrada por estos lares y de atmósfera pestilente, ya que los efluvios de las basuras al descuido de un negligente servicio de limpieza, agudizan sus hedores, fermentados por un calor bochornoso e insalubre. En esta coyuntura tan inhóspita, choca pensar que este fuese el lugar escogido por el poeta Rilke para inspirar sus versos delicados, que alimentase los diarios del viajero Stendhal y sirviese de residencia de honor a James Joyce, durante esos años en los que concebía su célebre “Ulises”, novela para la que recogió ideas del oriundo triestino, Italo Svevo, quien escribió, por su parte, una de las más grandes obras maestras de la literatura italiana, “La coscienza di Zeno”, tramada con un agudísimo sentido del humor sobre las coordenadas psicoanalíticas de Sigmund Freud, que también pasó por allí. Trieste es pues un enclave prestigiado por la flor y nata de las letras y un glorioso pasado histórico que la cita como la tercera capital más grande, poderosa y bella del imperio austro-húngaro. Pero de eso ya hace mucho tiempo y ahora, descuidada a favor de otros destinos turísticos; Roma, Florencia, Venecia, resulta una ciudad más vieja que antigua que no hace honor alguno a tan magno recuerdo, sólo susceptible a una visita fugaz de unas horas que emplear en la subida al Castillo de Miramare para contemplar el tránsito de los barcos con tan amplia oferta de fronteras.
Trieste no es el lugar de destino para un viaje, pero sí un magnífico punto de partida para muchos otros. Desde allí, a pocas horas por tierra o mar, se puede acceder a los hermosos países que conformaban la antigua Yugoslavia; Croacia y Eslovenia, principalmente.
Nos decidimos por Eslovenia, por tratarse de un destino más novedoso y porque una ruta por dicho país, nos podrá llevar al pueblo italiano de Gorizia, en el que nos hemos propuesto seguir el rastro genealógico de unos antepasados bastante huidizos. Hasta la capital de Eslovenia, Liubliana, son sólo 50 kilómetros en los que el autobús, no obstante, se demora hora y media. Tiempo que permite asimilar la sensación de que nos adentramos en otro mundo. Y en otro clima; comienza a chispear y quien no tiene a mano una chaqueta, la echa de menos.
La estación de Liubliana, lujosa e impecable en su estilo art-decó se abre a una periferia poco prometedora, con edificios desangelados y austeros, propios de la época comunista, pero caminando unas pocas calles, se accede al casco histórico, conservado con pulcritud deliciosa en su estructura barroca y sus casitas policromas art-nouveau, todas en torno al canal, surcado por varios puentes, como una Ámsterdam en miniatura. Como emblema, el puente de los dragones. Según la leyenda, Jasón, huyendo de la cólera del rey Aites por haberle robado el vellocino de oro, pasó por Liubliana donde tuvo que enfrentarse a su abominable dragón.
La ciudad con un 70% de población estudiantil es una auténtica fiesta con una noche larguísima, desde las siete y media que oscurece, amenizada por actuaciones callejeras de música en vivo que no se amilanan por la repentina sacudida de una tormenta de furiosa lluvia. En cada quiosco con su toldo pertinente siguen ofreciendo impasibles, enormes pescados y carnes a la plancha y corren canal abajo ríos de lluvia y de cerveza. También ofrecen gratis exquisitos guisos de ciertas patatas, desprestigiadas por el presunto ataque de cierto moscardón. Con su cebolla crujiente, buenísimo, si le atacó el moscardón, bendito sea. Subes al castillo y bajas con un funicular que, en la oscuridad cerrada, parece un salto al vacío. En cualquier rincón siguen bailando salsa o lo que sea, pero hay que recogerse para la excursión de mañana al lago Bled. Si te queda una pizca de hambre, con unas monedas, sacas de la máquina expendedora yogur, queso fresco y leche recién ordeñada.
Al mediodía, el lago Bled estaba envuelto en brumas y corría un poco de fresco. Sin posibilidad de baño, daban ganas de marcharse y así sacamos los billetes a Gorizia en esa estación de tren de juguete que culminaba la montaña. Desde la cual, a la espera del vagón, todo pintado de graffitis, vimos comparecer de repente un sol absoluto que le arrancó al lago un azul, sólo digno de verse en las postales. Lo demás fue alucinar en colores; del azul al verde. Nunca he visto tantas tonalidades de verde como en aquel viaje en tren de Bled a Gorizia. De verdad, que los ríos eran pura esmeralda. Sin parangón.
La estación pertenece a Nueva Gorica (eslovena) pero sus puertas dan a la Gorizia italiana, donde en la plaza transalpina hay una placa que te permite poner cada pie en un país diferente. La guerra separó a este pueblo en dos mitades, pero el castillo quedó del lado italiano. También la leyenda de su propietaria, la despiadada Dama Blanca, que ciertas noches deambula, seguida de sus siete perros de presa, aullando en busca del asesino que quiso expropiarla de sus tesoros.
El mismo misterio rodea a nuestros huidizos antepasados. Su existencia no ha dejado constancia en los archivos. Pero sus ojos remotos se abren como estrellas parpadeantes en el grato cielo de esta noche fresca, plácida de verano y nos hacen sentir que agradecen la visita.

3 respuestas a «Alucinar en colores»

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