Ladrones

15 Oct

Yo soy kantiano. Perdonen que comience el artículo de modo tan pedante y cultureta. Es decir, aprendí del maestro de la moral sin dioses que uno se debe de comportar de modo que todo el mundo se pudiera comportar del mismo modo. Un “ama al prójimo como a ti mismo”, alejado de la concepción divina de la existencia. Pero hay ocasiones en que me invade un cierto sentimiento de complicidad con el maleante. Y debo confesar que, por ejemplo, no me gusta el deporte porque no puedo identificarme con alguien que gane algo, y que ese alguien no sea yo. No obstante, y esto es digno de diván de Freud, la empatía con el malhechor se convierte en una cuestión turbadora que me conduce hacia el espejo y ocasiona que me pregunte por mis anclajes morales y el sentido de la justicia universal y todas esas gaitas que le hacen a uno perder el sueño, tanto como un rebaño de ovejas que balara al unísono debajo de la cama. En fin, la cosa es que allá por los finales de los años ochenta del pasado siglo, fui uno de quienes se habría acercado al Dioni para testimoniarle mi admiración por el robo tan limpio que cometió. Ejercía como guardián de furgones blindados. Veía pasar por sus manos kilos y kilos de billetes, aunque fueran de pesetas. Ni un tiro, ni un herido. Trincó las sacas con el furgón y huyó. Además a Brasil cuyo nombre por sí sólo te genera buen rollo. Se injertó pelo porque también tenía su espinita de humano clavada en el corazón. Y hala, héroe nacional. Cumplió un oscuro deseo que rumiaba su ponzoña por esos vericuetos del subconsciente colectivo que, en realidad, se basa en la quimera de vernos un día con piscina propia, césped y sin preocupaciones por llegar a fin de mes. Todo muy superficial y sin necesidades de lecturas filosóficas que, en el fondo, y esto vuelve a ser digno de diván, sirven para que uno se justifique a sí mismo una existencia menesterosa, al estilo del primer mundo, sí, pero menesterosa y ausente de jacuzzis llenos de champaña, lo que seguro que es una guarrada, pero taaaaannnn estética que uno se tiene que sumir en la historia del pensamiento para no caer en una frustración perpetua. No desees y no te amargarás. Gran enunciado.

La cosa es que han vuelto a planear sobre mí placidez medioburguesa las aves negras de la irracionalidad. Un tipo, oculto con una máscara de película, entre de miedo y cómica, ha atracado varias perfumerías de la empresa que lo despidió. Ya la cuestión de las amenazas a sus antiguas compañeras, unida a la ridiculez del disfraz, le resta al acto el empaque casi ético que acompañó al Dioni o a la leyenda del Pernales, aquel bandolero con trazas de Robin Hood del que se dice que también repartía entre pobres el fruto de sus fechorías. Sorprende ese odio que la empresa, así como ente abstracto, ha sembrado entre la población media para que el pillaje de un trabajador esté hasta no mal considerado del todo. Fíjense en el circunloquio para evitar escribir lo que querría escribir. Yo no puedo robar a mi empresa. Trabajo para el Estado y ya son muchos quienes lo intentan, de modo que tal aspiración se ha convertido casi en una ordinariez ajena a cualquier gloria. No podría repetir aquella anécdota de Dominguín cuando se fue a contarle a todo el mundo que se había acostado con Ava Gadner. Sin embargo, alguien roba, pues no sé, la caja de la oficina bancaria donde se ha sentido ninguneado durante veinte años, incluso a pesar de las felicitaciones navideñas del señor director general, y uno tal vez por solidaridad proletaria, por hermandad de pringado del amanecer, percibe la tentación de aplaudirlo, de expulsar al rebaño de ovejas y albergarlo bajo la cama hasta que la persecución se calme, de tratarlo como un camarada que ingresa por méritos propios en ese cielo de quienes abren los ojos cuando les da la gana y desayunan a la hora que quieren con su periódico de papel, frutas tropicales y ambiente de catálogo de tienda de decoración. Algo no funciona en mí, en mi razonamiento o en algún sitio tan impreciso como esa Dinamarca de Shakespeare que olía mal, y puede que esté demasiado cerca, del mismo modo que Kant cada vez me queda más lejos.

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