Educación pública

19 May

El Tribunal Superior de la Justicia de Andalucía ha dictaminado que la Junta no puede suprimir el concierto educativo con un colegio que separa chicas y chicos por aulas. La secretaria de Estado para la educación eructó hace varias semanas que la mayor parte de la inversión que se ha realizado en educación en España ha sido para incrementar sueldos del profesorado. De la abundancia de la boca habla el corazón, dice la Biblia. Para alguna ralea de políticos arribistas, como la secretaria de Estado de educación, las y los profesores no son sino meros vigilantes de los aparcamientos de niños y, por tanto, sobre pagados a quienes les vendría bien pasar necesidades, y no trabajadores especialistas de tan alta cualificación como la propia secretaria de Estado. Si la cuestión educativa se contempla con esa ligereza de lengua y miras por parte de los encargados de solucionar sus problemas ya sabemos que seguiremos deambulando durante décadas sobre una excrecencia de resultados evaluativos mediocres, lo que define a la sociedad española como una unidad de mediocridades en lo universal. Hace mucho tiempo que los diferentes escalones del Estado que componen España perdieron de vista en qué había que gastar el dinero y en qué no, y sobre todo cómo. La educación está transferida en Andalucía y aquí no hay a quien echar la culpa de aciertos y fracasos sino a las mismas siglas y los mismos gobernantes desde hace décadas. Si los centros concertados intentan aplicar unas determinadas ideologías que, casi siempre, dieron origen a su aparición y, por tanto, no deberían de sorprender a nadie, es porque saben que la Junta tiene una capacidad de acción muy limitada. Seamos claros, si se suprimieran acuerdos con centros concertados, la red de enseñanza pública no tiene capacidad para absorber ese alumnado flotante, salvo quizás sobre el papel, es decir, niños de Málaga capital escolarizados en Huelva norte, pongo por caso. La política de inversiones de la Junta en educación se ha basado en el ahorro que significa no tener que abrir un centro público cuando ya existía uno privado con el que se firmaba un acuerdo. El dinero generado por este camino ha tenido destinos más que discutibles y, así, se inauguraron institutos en pueblos donde la cantidad de alumnado los convierte en rentables como bolsa de votos para quien sepa apuntarse el mérito de su ubicación.

Los concertados saben que cada amenaza de la Junta no significa sino un mal embuste en una partida de cartas marcadas. En años anteriores no se invirtió en centros de enseñanza sino, por ejemplo, en obras muertas de AVE hacia ninguna parte, de las que alguien ha sacado beneficios. Las inversiones en educación deben ser de las mayores porque, además, de otros motivos, las aulas atienden al día a más ciudadanos que hospitales, oficinas y cuarteles todos sumados. Además cimientan el futuro para que se puedan pagar los gastos de hospitales, oficinas y cuarteles todos sumados. La democracia española ha realizado pactos de todo tipo menos un pacto de Estado sólido por la educación. Una vergüenza histórica que sólo muestra la clase de políticos que padecemos. Por un lado, la iglesia católica no quiere soltar el único instrumento de doctrina que le queda, casi acallado el vocerío del púlpito; por otro, gran parte de la izquierda del buen rollo se considera depositaria de verdades tan inmutables como la de los catecismos, así en defensa de la enseñanza pública, se promueven ausencias a clase para que el alumnado de la pública acuda a selectividad con menos horas impartidas que el de la privada. Cada quién usa las aulas como puede. El ridículo internacional de España se cuantifica en el número de las leyes educativas promulgadas en los últimos 25 años. Cada gobierno quiere meter su zarpa y nadie ha peleado de verdad por librar las aulas de ideologías. Nos habremos convertido en una sociedad con futuro cuando la religión se imparta en los templos y los doctrinarios políticos en los mítines. Quien quiera educación ideologizada que la pague. Pero más allá de discursos encendidos nadie hará nada; los tiempos no están para sacrificar comederos políticos.

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